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ARABELLA.

Me equivoqué cuando dije que papá no le daría importancia a aquella carta.

Al día siguiente me llamó a su oficina. Odiaba el lugar, todo era tan oscuro y frío, pero eran las cabezas de venados colgadas a la pared y la alfombra de piel de tigre real bajo mis tacones lo verdaderamente espeluznante.

Esperé, girando los anillos de mis dedos a qué el terminara la llamada telefónica en la que estaba. Me había llamado pero pasó los siguientes cinco minutos hablando entre el inglés y un idioma que no reconocí. Entendí algo sobre un negocio, mercancía y cosas a las que poca atención puse. Estaba más preocupada por la nota en medio del escritorio, con el estómago revuelto por el miedo. Estaba lista para defenderme, no permitiría que papá creyera que yo tuviera algo que ver con eso.

Al fin colgo el teléfono y fue directo al grano— ¿Quien te dió ésto? Y por tu propio bien, quiero que respondas con la verdad.

—Estoy diciendo la verdad, papá, no lo sé. Andra me la dió diciendo que era para mí, lo que me pareció extraño porque nunca he recibido ninguna carta. La abrí por curiosidad.

Estaba harta de la maldita carta y el gran problema que unas palabras desconocidas le estaban provocando a mi tranquilidad.

Papá giró el papel entre sus dedos llenos de gruesos anillos—¿Tines alguna idea de quién pudo enviarla?

—No, tampoco entiendo por qué alguien enviaría algo así.

—¿No te estás acostando con nadie, verdad?

Tal pregunta casi me dan ganas de vomitar. Mi padre más que nadie sabía de mi vida sexual porque él mismo la controlaba.

No novios. No amantes. No sexo.

Eso me había dicho desde que tuve mi primera menstruación y obedecí durante años. Al principio creí que era la típica protección estúpida que los padres le daban a sus hijas, pero con el paso del tiempo, esa prohibición se convirtió en algo enfermo que me hizo sentir demasiado aterrada. Tenía veinticinco años, toda una adulta, pero mi padre seguía manteniendo un cinturón de castidad invisible sobre mí y no entendía por qué. A veces mi mente indagaba las razones y cada una de ellas fue más horrible que la otra, llevándome a un huracán de asco irremediable.

—Sabes que no. No me atrevería — susurré con la cabeza gacha y ojos húmedos. Eran esos momentos donde me sentía más pequeña y patética que nunca.

Él resopló —Pues no lo sé. Las mujeres pueden hacer cualquier cosa con tal de abrir las piernas a un hombre — entonces rompió el papel y los echó a la basura — Te creeré, pero si otra carta de éste estilo vuelve a llegar a mi casa, comprobaré tu castidad yo mismo. Ahora, largo.

Le lavante lo más rápido posible con el sabor de la billis en la garganta y el cuerpo tembloroso. Necesitaba irme de allí rápidamente antes de derrumbareme.

No podía creer las palabras que habían salido de la boca de mi propio padre.

Me tope con Artem a mitad del pasillo y verlo allí me estremeció aún más. La incómodad que crecía en mí cada que coincidíamos solos en una misma habitación era casi dolorosa.

Artem jamás me había tocado, pero desde que me vio en bikini hace unos diez años, las cosas se tornaron demasiado extrañas. Solía hablarme con el mismo tono burlón o mordaz que Leta, pero también habían lujuria allí en sus ojos, en la forma en que veía mis piernas, pechos y caderas cuando creía que no me daba cuenta. Gracias a él no volví a mostrarme en traje de baño y mis amadas faldas y vestidos los dejé de lado.

Su presencia me ahogaba y aunque una y otra vez traté de convencerme que estaba mal interpretando las cosas ya que él era mi hermano, Artem no colaboraba.

IMPERIO DE CADENAS [+21]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora