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Arabella.

Bajé hasta la cocina a pasos lentos. Mi tobillo había mejorado, pero me daba miedo forzarlo. Como si fuera de papel y fuera a romperse en cualquier momento.

Encontré a Amos de espalda con sólo un Jean rotos en las rodillas y pies descalzos. Había un cigarrillo sin encender entre sus labios y sobre la encimera un vaso de vidrio con rastros de Bourbon. Lavó un par de fresas, las partió a la mitad sobre una tabla y las puso en un plato.

Quise tomar ese cuchillo y clavarselo en la nuca, luego me suicidaría.

Nos mataría porque lo odiaba tanto como me odiaba a mí.

Me desperté entre sábadas repletas de su olor, y el torrente de recuerdos vino a mí. El sudor, los gemidos, mis súplicas y sus insultos que sólo me hicieron temblar por más. ¿Qué demonios estaba haciendo? ¿Estaba tan aburrida dentro de esas cuatro paredes?

Y no seré hipócrita. Lo disfruté demasiado y eso era lo que me molestaba.

Porque quería más. Su toque, sus besos, la manera en que por primera vez en mi vida tenía el control de algo.

Y allí estaba él, cortando fresas y mostrandome esa espalda enorme y musculosa.

Sí, definitivamente lo odiaba.

Buongiorno, lucciola —Amos volteó hacia mí, dejó el cigarrillo sobre la nevera y mordió una fresa —veo que ya puedes caminar bien, una lástima. ¿Dormiste bien?

Lo último lo dijo con una sonrisa de comemierda. Me crucé de brazos. No quería que el tema se desviara del lugar equivocado —¿Como sabes que hablo Italiano? Lo aprendí a escondidas en casa. Nadie a parte de Matt lo sabe.

—No de muy buen humor por lo que parece —se volteó y apagó la estufa. Noté que en el sartén habían un par de omelettes —Cuando te conocí, sabías Italiano. Me dijiste que tu madre te estaba enseñando y me ofrecí a enseñarte también. Amaba nuestras charlas.

Respiré profundo y cerré los ojos. A ese punto decidí que Amos no estaba tan loco, posiblemente la loca era yo por no recordarlo. Decidí creer en nuestra linda historia de infantil porque estaba cansada de pelear.

Sí, eso y no porque la idea de haberlo conocido en mi infancia se me hizo lindo y me dió algún tipo de consuelo.

Rodé una silla del comedor y me senté. En la mesa había una periódico listo para ser leído. ¿De dónde lo sacó? Pero me concentré en él.

—¿Como nos conocimos? Me refiero a cuando éramos niños.

—Ah, ahora quieres saber —abrio la nevera y sacó una caja de leche —mejor no te digo. Ya que son sólo delirios míos.

—No seas infantil. Quizá si me lo dices pueda recordar algo. ¿No es eso lo que tanto deseas?

Tomó un plato con las fresas cortadas, los dos con omelettes y los puso en la mesa, también noté que habían tostadas con mermelada de moras y mis tostadas...no tenían orillas. Puso un vaso de leche frente a mí y tomó un otro sorbo de alcohol.

—¿No es muy temprano para beber?¿Que hora es por cierto? —casi me arrepiento de la pregunta porque no tenía puesto su reloj y destruyó su teléfono, pero me tragué mis palabras cuando recogió un teléfono sobre la nevera y encendió la pantalla.

—7:30. Te levantaste un poco más temprano de lo común. Sueles hacerlo entre las ocho y las nueve.

—¿De dónde lo sacaste? —señale el teléfono con la barbilla y mordí una fresa. Su dulzura era como la azúcar.

IMPERIO DE CADENAS [+21]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora