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A la mañana siguiente parecía que el otoño había invadido la ciudad inglesa antes de tiempo. El cielo, habitualmente un lienzo azul, se tiñó de tonos grises que se habían descargado durante la noche, y siendo aquello Londres, seguían haciéndolo sin descanso débilmente.

Dentro de las estancias del palacio, el aire corría por los pasillos por culpa de una ventana mal cerrada y Hans se despertó al clamor de la tormenta que arremetía contra los cristales. Los rayos de luz que antes acariciaban su rostro en el amanecer, fueron reemplazados por la pálida luminosidad de una mañana tempestuosa. El frío se había colado sigilosamente en la habitación, recorriendo sus sábanas de seda y envolviéndolo en una caricia gélida. Pero es en sus pies donde siente con mayor intensidad el frío, como si las pesadillas quisieran alcanzarlo en lo más profundo helándolo antes, congelando sus huesos tal vez por soñar despierto la noche anterior sobre lo que tanto daño le había hecho.

Hans se incorporó, apartando las varias mantas de su cuerpo con un movimiento brusco, luchando contra su fuerte instinto de permanecer acurrucado, luego se estremeció mientras se incorporaba, bostezaba y se frotaba los ojos con los puños para despejarse. Se sentó en la cama, se vistió en plena oscuridad y tras colocarse una ropa más formal, –una camiseta verde y un pantalón corto- en vez de la vieja bata con la que se paseaba por su cuarto, dejó que el suelo de mármol atrapará también el calor de sus pies al contacto, y fue entonces cuando la necesidad lo invadió, el deseo irresistible de moverse, o de dejar volar su imaginación para ver el espectáculo antes de ser creado.

El británico miró el reloj de aguja que tenía colgado en la pared y, viendo que aún eran las siete de la mañana, pero iba a ser incapaz de conciliar el sueño, decidió empezar un poco antes su día y salir a pasear por los pasillos, donde la gente dormía, y llegar hasta la biblioteca para ver desde allí el resto del amanecer, mientras la luna se escondía y era reemplazada por el sol que podía trascender y eliminar los nubarrones.

Salió de la habitación sin hacer ruido, pese a ser una de las únicas dos personas que dormían en aquel pasillo del segundo piso del palacio; sus padres se encontraban en el ala izquierda mientras ellos hacían su vida en la derecha, y en el centro del segundo piso había habitaciones comunes como una sala de estar, un comedor y varios lugares de reunión.

Nada más asomarse por uno de los grandes ventanales pudo notar como había mejorado rápidamente el tiempo, porque en un intervalo de media hora el viento y la tormenta que acechaban fuera parecían haberse calmado, cosa que agradeció en silencio, aunque ya estaba demasiado despierto para volver a caer dormido. Así que, andando sin hacer demasiado ruido, se encontró de un segundo a otro en el altillo de la biblioteca en la que había una pequeña sala de estar con estufa y desde la que se veía todo Londres.

Había dejado allí varios libros empezados, solía doblar la esquina de la página para saber dónde se había quedado; pero en el que agarró primero, no le había hecho falta.

Era uno de ilustraciones del Bolshoi, el propio director del teatro y del ballet se lo había enviado por su dieciocho cumpleaños, le animaba a seguir bailando en privado si no podía hacerlo en público, pero sobre todo, a seguir su pasión y al corazón; aunque el buen hombre no sabía que aquello no podía ser así.

Pero aun así agradeció que, ya que no podía bailarlo, se podía conformar con observar e imaginar las imágenes en movimiento, los pasos que hacían los bailarines, y todo lo que querían transmitir con sus danzas.

También le encantaban los maquillajes de las bailarinas, las puntas decoradas que tenían en los grandes espectáculos y los trajes con los que aparecían en las actuaciones, como por ejemplo las alas blancas de Odette en El Lago de los Cisnes o los maillots inspirados en romeo y Julieta que llevaban en la actuación del mismo nombre.

Apology of the tearful [Alabanza a la lacrimosa]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora