Capítulo 3 «La samaritana»

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Cuatro años más tarde, el famoso rompecorazones conocido como Duncan Lennox, llegó a la cima. Tras una buena racha cerrando negocios muy lucrativos, su viejo padre decidió retirarse dejándolo a cargo de la empresa.

No fue nada fácil persuadir al patriarca de la familia a cederle el patrimonio de su vida. Conocía sus convicciones personales y el anciano no deseaba pasarle la presidencia de la empresa a un hijo que no pretendía tener descendencia alguna. Por otro lado, no era capaz de entregarle la dirección de la compañía a un accionista.

Sin embargo, para Russell Lennox no todo estaba perdido, pues, tenía un "as" bajo la manga, y más pronto que tarde, se encargaría de garantizar que el linaje de su familia siguiera en este mundo. Aunque para ello, tuviera que hacer alguna trampa.

Mientras tanto, su hijo seguía con sus obligaciones en la oficina. Connor, su guardaespaldas y fiel amigo, pasaba su reporte mensual respecto a la protegida de Duncan.

—El próximo mes terminará la universidad, pues presentará la tesis. Sigue siendo muy sobresaliente, si por si acaso te lo preguntabas.

—Me alegro por ella —dijo Duncan, supuestamente poco interesado.

—También continúa trabajando de medio tiempo en la tienda de ropas.

—¿Por qué sigue rechazando la ayuda monetaria que le ofrezco?

—Ella cree que ya ha hecho demasiado pagándole la universidad. Además, ahora ya es una adulta, puede pagar sus propias cuentas, o al menos eso es lo que ella piensa.

—Entonces sigue siendo una ingenua —afirmó.

—No lo creo, más bien opino que es una persona demasiado honesta, y de buen corazón.

—¿Qué ha hecho esta vez? —preguntó Duncan arrastrando las palabras.

—Hizo un almuerzo comunitario para conseguirle fondos a una anciana —Al ver la expresión de su jefe, Connor agregó para justificarla—. La iban a echar a la calle por no pagar la renta de su departamento por más de un año.

—¿Acaso ya no tiene suficientes cosas que hacer?

—Siempre encuentra tiempo para ayudar a los demás. Así es ella —espetó Connor muy admirado.

—¿Es orgullo lo que percibo en tu voz? —expresó Duncan incrédulo.

—Por supuesto —admitió su amigo sin ningún problema—. Tú también lo sentirías, si te dignaras a conocerla mejor.

—No tengo tiempo para jugar a la casita —sus palabras hirieron a su guardaespaldas—. Lo siento —se disculpó Duncan, al recordar que Connor había perdido a un hijo.

—Está bien, a mí no me molesta ocuparme de ella, pero recuerda que Sara, ¡es tu responsabilidad, no la mía! —espetó antes de salir de la oficina dejándolo solo.

—Lo sé Connor, créeme que lo sé —dijo Duncan aspirando el aire con fuerza.

Esa misma tarde, Sara terminaba de empacar sus cosas para salir de la biblioteca. Cuando se encaminó por el pasillo, accidentalmente se tropezó con un hombre, que, ya tendría unos 70 años, pensó.

—Perdón, señor —se disculpó, tratando de sostenerlo.

—No hay problema, ha sido un accidente —dijo el hombre brindándole una sonrisa. Sara se arrodilló para recoger un libro. El anciano aprovechó para observarla detenidamente. Cuando ella se enderezó, este le preguntó.

—¿Sabe usted como llegar al patio? Me han dicho que allí vendían un café relativamente decente.

—Por supuesto, lo llevaré hasta allí —dijo ella y le ofreció el brazo.

La esposa designada (GRATIS) Actualizaciones semanalesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora