Capítulo 5 [5.2]

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Gaby marchaba a toda prisa. Esquivando los charcos con sus carísimas botas de angora. Idiota. Debió de hacerle caso a Beca y traer las de lluvia, pero odiaba la idea de llevar cosas gomosas en los pies. Sólo tenía que cuidarse de no resbalar. Pese a ello, los tacones de aguja no ayudaban a mantener el equilibrio. Había deseado causar una buena impresión. Y lo hizo. No obstante, se sintió desilusionada al mirar el lugar de trabajo y las precarias condiciones del taller.

No era costurera.

¡Era diseñadora por el amor de Dios!

Aun así, los viejos hábitos prevalecían.

Había quedado claro con Richard. Los homosexuales habían acaparado la industria, tomándola como una pobre aspirante. Lo que no estaba lejos de la realidad, muy a su pesar.

—¡Puta lluvia de mierda!

Sí, eso mismo digo. Espera, ¿quién dijo eso?

Miró al otro lado de la calle, un hombre en traje oscuro había sido golpeado. Un ojo morado, una nariz fracturada y una herida en la frente que lo traía chorreando sangre; eran las pruebas de un asalto bastante violento.

No pudo evitar no pensar en Mari cuando lo vio. Si Marisol se hubiera encontrado en esas circunstancias, ella habría querido que alguien auxiliara a su hermana.

Con ese pensamiento en mente, cruzó la calle, encaminándose hasta donde el pobre hombre se hallaba. Llegaría algo tarde y Sofía se molestaría por haber tomado el Mazda sin su permiso, ya se ocuparía de eso más tarde.

Primero era lo primero.

—¿Está bien?— se atrevió a preguntar con toda la cautela que creía posible.

El hombre no contestó. Pensando que quizás estuviera aún en shock, Gaby se colocó en cuclillas, esperando pacientemente a que él depositara su confianza.

Repentinamente, él alzo la vista. Tenía los ojos azules más hermosos que había visto. Pálidos. Tan parecidos a los de Keith Summers, su primer y gran amor de la infancia.

—¿Está bien?— volvió a repetir amablemente, preocupada porque el hombre sufriera de estrés postraumático.

Decidió mirarle con mayor detenimiento. Era muy apuesto. La nariz, aunque estropeada, era recta y prominente, el tipo de perfil que uno encontraba en esculturas que databan de la Antigua Grecia. Además, poseía un enmarcado mentón y una atractiva barba de pocos días que le conferían un aspecto más varonil.

—Me asaltaron— se quejó el apuesto desconocido, haciendo esfuerzos sobrehumanos para ponerse en pie.

Evidentemente no deseaba tenerla tan cerca y mucho menos que lo mirara como si fuera un maldito cachorrito extraviado, en balde era la mirada compasiva que dirigía a personas más desgraciadas que ella. Que era decir mucho.

—¿Puedo hacer algo por usted? ¿Llamar a su familia o algún amigo?

—¡Deme el celular!— demandó.

Ella ya estaba acostumbrada a tratar con personas ingratas. Después de tantos años viviendo con Tania y Sofía, sabía de antemano que no había nada mejor que bromas inocentes para apaciguar un amargo temperamento.

—Vaya lío, ¿eh?— bromeó, esbozando la sonrisa traviesa que había practicado innumerables veces en su adolescencia.

—¿Qué?

El hombre la miró extrañado, frunciendo el ceño y entreabriendo los labios.

Estaba pasmado.

Gaby negó silenciosamente con un leve movimiento de cabeza y lo acalló con su dedo índice, como si se tratara de un niño.

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