Marisol es una joven educadora con un corazón compasivo, hasta que un inesperado acontecimiento perturba su vida. Motivados por su sufrimiento, las hermanas Gutiérrez se mudan a Refugio, un pequeño pueblo, oculto en las montañas de Carolina del Sur...
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El cielo se teñía de una diversidad de tonalidades purpuras y rosadas. El matiz era tan bello, que lograba condoler el corazón de Marisol mientras estaba de pie, al lado de la ventana de su habitación. El aire era puro, mezclado con esencias de pino y tierra húmeda, socorriendo su alma en la quietud de las montañas. Se apretó más contra la manta cuando su cabello se meció con una suave ráfaga de viento. Nuevas lágrimas escocieron sus ojos, Marisol parpadeó, tratando de evitar que fluyeran.
Fue en balde.
Cada vez que miraba el amanecer pensaba en su madre, en la forma injusta en la que había muerto, en todo lo que ella había querido experimentar y jamás pudo realizar. En las promesas. En los anhelos. En los planes que celosamente guardaba para sí. Postrada en una cama de hospital, con la única esperanza de mirar al sol salir día tras día. Sólo cuando vislumbraba la resplandeciente presencia por el horizonte, Leticia Gutiérrez se sentía agradecida. Dichosa de poder tener una segunda oportunidad de ver, escuchar y tocar a sus hijas. Manteniendo la esperanza de que algún día mejoraría, que saldría de la blanca habitación a la que permanecía confinada y volvería a su vida como antes la conocía.
Marisol se preguntaba si Leticia en verdad había creído que se curaría, pues su fe había aumentado en la misma proporción que su enfermedad. Si verdaderamente la combinación de rezos y rosarios la habían ayudado. Jamás se lo había cuestionado en voz alta, ni a sus hermanas. Avergonzada de poseer esos pensamientos mezquinos e insensibles hacia su duelo.
Ahora, con los años transcurridos. Se había dado cuenta de lo valiente que había sido su madre, sabía por experiencia que lo más sencillo era morir, decaer y dejar que la muerte te envolviera en sus tentadores brazos. Marisol imploraba poseer la misma entereza, volver a tener algo que la llenara y le recordara por qué seguía viviendo. No como un evento incidental, sino como algo que iba más allá. Un propósito de vida a nivel espiritual. Algo que tuviera que ver con ella y con nadie más.
Una pequeña sombra sobrevoló por encima de su cabeza. El pequeño pájaro de plumas escarlatas se posicionó en lo alto de la copa del árbol. Su trino agudo penetró en los oídos de Marisol, volviendo su atención hacia el animalito situado al lado de la ventana frente a la suya.
Dan vivía ahí. En la cabaña rústica con fachada de madera y ladrillo. El tejado y los marcos de las ventanas eran blancos, exquisitamente labrados. Con excepción de un par, las ventanas de la propiedad vecina estaban cerradas, demandando la atención de los curiosos.
Con nadie a su alrededor, Marisol se sintió libre de mirar en su interior.
Era una habitación de paredes claras; alcanzaba a ver parte de un armario y un taburete. Quizá, una lámpara de piso. Marisol se preguntó si sería el dormitorio de Dan. Lucía como la dormitorio de Dan. Austero, apenas con lo necesario. Se pregunto por la causa de que habitara una casa tan grande aun cuando vivía solo, respondiéndose que probable era porque disfrutaba de los espacios amplios. No podía concebir la idea de que Dan albergara muchos invitados durante las festividades. No parecía ser una persona muy sociable y eso, coincidentemente, le agradaba.