Capítulo 7 [7.3]

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Marisol se levantó temprano para preparar el desayuno. Se recogió el cabello en una coleta y se deslizó fuera de la habitación que compartía con Ana y Beca. Se esforzó por volver sus pisadas silenciosas e imperceptibles, yendo diligentemente hacia la cocina de su vecino Dan.

Dos semanas después del incendio, la familia Gutiérrez se había alojado en la residencia de Dan Felton, justo a unos cuantos metros de lo que había quedado de la cabaña que alguna vez llamó  hogar. El piso de la planta superior había resultado levemente dañado, nada que extenuantes gastos en remodelación no pudieran enderezar. Sin embargo, la planta baja era otra historia. El fuego había penetrado en las paredes de la estancia y el comedor, por lo que dicha estructura tenía que reforzarse antes de que colapsara, llevándose consigo la no tan dañada planta superior.

A todo lo anterior, había que incluir la lesión de su hermana Sofí en su pierna derecha, una fractura de tibia provocada por una infortunada viga vencida, que la dejaría en cama durante cuatro meses. Toda la situación había dejado a la familia de Marisol en un aprieto económico, al encontrarse pagando la hipoteca de una casa prematuramente convertida en añicos. El escenario era frustrante y, debían de reconocerlo, no podían cargar con la situación ellas solas.

En un inicio, todas habían estado de acuerdo en abandonar Refugio, sin necesidad de volverse blanco de los cotilleos de los vecinos y compañeros de trabajo. Posteriormente, hablar del pago de la casa y la hospitalización de Sofí, trajo claridad a la mente de cada una. El seguro no podría ser cobrado, a menos que el pago total de la residencia fuera cubierto. Sin embargo, el banco había accedido a renegociar el precio original, lo que animó a la familia Gutiérrez a permanecer en el condado...

Fue entonces cuando Dan ofreció su ayuda.

Su familia, no teniendo opción, ni planes más prometedores, aceptaron la propuesta.

Evidentemente, Dan no contaba con lo necesario para mantener a seis mujeres y un anciano. Pronto se vio invadido en su propia casa. Compartiendo sus habitaciones, alimentos y obligaciones. Las hermanas Gutiérrez se tomaban libertades que —en opinión de Marisol— , no deberían. Sin embargo, poco hizo Dan para negarles algo, otorgándoles todas las comodidades posibles. Camas y muebles donde guardaran sus pertenencias, incluso, había colocado una regadera nueva para la ducha. 

A pesar de su dura apariencia, Dan había demostrado ser un afitrión comprensivo y cauto. Su enorme casa, ser sorpresivamente acogedora. Incluyendo los revestimientos de madera, la enorme chimenea en la estancia y el mullido sofá color marrón, se volvieron los aliados preferidos de Marisol cada que le apetecía leer un libro. Todavía sentía atracción hacia Dan, por supuesto. Con cada día que pasaba, se iba percatando que dicho sentimiento iba en aumento. Tanto si él estaba al corriente, como si no. Era reconfortante tenerlo cerca. Una sensación cálida se derramaba en su pecho, evocándole seguridad, decidiendo guardarse sus sentimientos para sí. Poco había importado que estuviera al corriente de que Dan no era completamente humano. 

El sentimiento eclipsaba cualquier prejuicio.

Además, tenía que reconocer que idealizar a Dan la ayudaba a seguir adelante. Imaginarlo como el hombre mitad lobo con brillante armadura —aunque esta fuera una descripción difícil de comprender—, la obligaba a sentirse satisfecha con su vida. La ayudaba a recobrar la fe en los hombres buenos y bondadosos.

Dan no la había confrontado acerca de lo que había ocurrido en el bosque y la propia Marisol había decidido dejarlo de lado, al verse acogida y aceptada. A menudo se preguntaba qué era lo que podía hacer a cambio. Más tarde, se dio cuenta que no tendría forma de pagar sus buenos actos en la misma cuantía, optando por preparar una comida casera cada día. Era su forma de amar, de decirle que le importaba. En silencio y en completo anonimato. Como una ferviente seguidora que se conforma con admirar a su ídolo por televisión. 

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