Capítulo 22: Ujitawara

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Llegaron a la primera parada del viaje media hora después de conducir por una carretera larga, recta y un paraje plagado de huertos de arroz e invernaderos.

El pueblo, Ujitawara, se encontraba rodeado de pequeños pero frondosos bosques de pinos, píceas y más árboles subtropicales. Generaba así un ambiente bucólico al que Ima no estaba acostumbrada. Pasar de una ciudad como Osaka tan masificada a un pueblo que se podía considerar casi campestre era un cambio bastante grande, aunque solo fuese por un día.

Llegaron allí cerca de las once de la mañana, lo que les permitió organizar todavía más cuáles iban a ser las actividades del día. Pero antes de eso, debían preparar la comida. Fue Ryu quien se encargó de ello, mientras Ima preparaba las mochilas y las cámaras. 

—¿Qué te apetece hoy?

—¿Carne con algo de ensalada?

—¡Oído cocina! —dijo Ryu, que en un abrir y cerrar de ojos ya estaba friendo la carne en el pequeño hornillo de la autocaravana. 

A traición, Ima aprovechó para hacerle una foto a Ryu, que por alguna razón, había decidido ponerse un delantal, dándole un aspecto un tanto ridículo pero al mismo tiempo adorable. De forma casi automática, Ima creó el Eco. Mientras que en las primeras fotos debía concentrarse y hasta cierto punto estar alerta, en aquella ocasión fue tan natural como respirar. En un santiamén, las sensaciones cálidas y suaves se traspasaron a la cámara, aderezadas con un aroma ligeramente azucarado y agrio de las tostadas y el café, que aún estaba implantado en su cabeza.

—¡Ey, podrías haber avisado! —dijo Ryu fingiendo molestia —. Podría haber posado.

A continuación, Ryu hizo una pose similar a la que haría algún superhéroe. Ima no pudo hacer otra cosa que reír a carcajada limpia.

—Entonces, ¿qué vemos primero, los cerezos o el templo?

—Tengo muchas ganas de los cerezos, además, el río pasaba cerca, ¿no?

—Es verdad, se me había olvidado, así podemos aprovechar y matamos dos pájaros de un tiro.

Así hicieron. Después de desayunar, se cargaron las mochilas al hombro y salieron de la caravana, dispuestos a "explorar". 

El pueblo no era nada del otro mundo. Las casas se agrupaban en pequeños grupos de no más de quince o veinte edificios, que se intercalaban una y otra vez con huertos e invernaderos, llenos de gente trabajando. Además, eran edificios pequeños, algunos modernos, otros más antiguos con los llamativos tejados con la inclinación ligeramente curva. Las calles estaban prácticamente vacías, ofreciendo un ambiente fantasmal digno de una novela de Stephen King, si no fuera por el sol, que bañaba toda la zona con sus rayos de luz. Por suerte, no hacía mucha calor, y una ligera brisa corría por todo el pueblo. 

Ima e Ryu se dejaron guiar por el ruido del río. No sonaba muy lejoos, pero de camino hacia allí, tuvieron que detenerse. Un cartel de publicidad se repetía cada dos por tres, enganchado en las farolas y fachadas de los diferentes y pocos establecimientos de la población. Se acercaron con curiosidad.

—Festival de verano de Ujitawara, fuegos artificiales a las diez y media de la noche —leyó Ryu —. Podríamos ir. 

—¡¿Qué?! No me he traído quimono. 

Ryu le miró de soslayo.

—No te hace falta un quimono para ir guapa, Ima.

Ima se sonrojó. Ryu había soltado ese comentario casi sin inmutarse. 

—Llamaremos la atención.

—Hasta cierto punto somos turistas, llamaremos la atención, vayamos donde vayamos. 

La insignificante discusión acabó con Ryu besándole la frente y soltando una carcajada, mientras Ima se cruzaba de brazos en un gesto poco amenazante. 

A continuación siguieron en dirección hacia el río. Diez minutos más tarde se toparon con él de frente. Cruzaba el pueblo de una punta a la otra y ascendía hasta la cima de la montaña más cercana.  Y allí estaban. No eran muchos, pero los cerezos eran la guinda del paisaje. Había dos filas, cada una a un lado del río, plantados e inamovibles como guardianes. Los pétalos se desprendían de las finas ramas, que crujían y chocaban entre sí. Las hojas caían con lentitud hacia el agua. Planeaban de un lado a otro, girando y revoloteando como mariposas.

—Qué preciosidad —soltó Ima.

Ryu no contestó. Estaba con la boca abierta, disfrutando de aquel espectáculo natural.

—Guau —fue lo único que fue capaz de decir.

Ima le cogió de la mano y tiró de él. Se internaron en aquella lluvia de rosa, mirando hacia el cielo, imitando los giros de los pétalos caídos, con los brazos extendidos, tratando de abrazarlos, de reunirlos. 

Pasado el entusiasmo inicial. Los dos, al mismo tiempo, sacaron sus cámaras. Hubo un momento de silencio, donde ambos se percataron de un detalle. No podían hacerse una foto juntos, no podían hacerse un selfi con las polaroids sin arriesgarse a que saliera mal. Hasta el momento, los Ecos los habían creado a partir de fotos en solitario.  Se miraron y sin palabra alguna decidieron probar, seguir experimentando con su nueva capacidad.

Ima guardó su cámara y asintió a Ryu, que se acercó a ella, giró la cámara e hizo la foto. Sin saber muy bien como, el Eco se potenció. Las emociones de él se mezclaron con las de ella, originando una sensación el doble de potente de lo habitual. Llegaron a sentir como el viento se levantaba y los empujaba poco a poco, como si una fuerza mística salida de ninguna parte se enfrentase a ellos. Fueron conscientes el uno del otro, de sus respiraciones, de los latidos de sus corazones. Fue como si se fusionaran, pero mantenían sus esencias separadas. Cuando la transacción a la cámara cesó, se miraron sorprendidos.

Sus rostros solo reflejaban miedo y ansia. La cámara escupió la foto. Hubo un instante de duda, que se esfumó en un abrir y cerrar de ojos. Los dos se lanzaron a  coger la foto, desesperados, como si fueran animales que llevaran sin comer durante semanas, y el Eco los arrolló por completo. La fuerza que tiró de ellos fue tan potente que los dos acabaron de rodillas, con la respiración entre cortada, los ojos abiertos de par en par, ahogándose en ese éxtasis, que en ese caso concreto era más doloroso que placentero. No obstante, eran incapaces de soltarlo. En una retorcida forma, ansiaban aquel dolor. Les era familiar y les purgaba.

El Eco cesó y la pareja se quedó abatida, sin aliento. Mientras recuperaban la compostura, echaron un vistazo a su alrededor. ¿Cómo se habría visto aquello desde fuera? Menos mal que no había nadie en la calle, a excepción de ellos dos.

Se miraron a los ojos. No estaban saciados, al menos no del todo. Se levantaron poco a poco y se besaron. 

La pasión fue la protagonista. Sus sentidos alterados, más sensibles de lo normal. El roce de sus pieles les hizo burbujear por dentro, como una bebida con gas agitada hasta la saciedad. Sus labios, carnosos y secos, se humedecieron en un abrir y cerrar de ojos, y sus cuerpos se agitaron por completo, víctimas del placer y la excitación. Las respiraciones siguieron un compás invisible, al unísono, creando una melodía de suspiros tenue y casi imperceptible.

Los pétalos de los cerezos seguían cayendo, revolviéndose a su alrededor. Un remolino rosa. 

Al final, con esfuerzo, consiguieron separarse. En un gesto de ternura, juntaron sus frentes, en señal del aprecio y devoción que sentían e iba en aumento.





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