Intimidad húmeda

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Autoras: Dianne J.R. y Iveth B. Walls

Perfil: Kimdassali

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En el sur de Iskay, bajo el cobijo del anochecer, los príncipes Artemis Zen y Hakim Koram, se aventuraban por el tortuoso y bélico camino que conducía al Bosque de Zuxhill.

Artemis, con su porte juguetón, pero con mirada determinada, lideraba el camino con la confianza propia de su linaje mágico real. A su lado, Hakim, de semblante sereno, pero con la carga de la preocupación reflejada en sus ojos miel, lo seguía con paso firme.

El propósito de su viaje era complicado. El Koram buscaba desesperadamente un remedio para su hermana, y aunque desconfiaba de lo que su compañero alardeaba sobre el Bosque de Zuxhill, no podía permitirse ignorar lo que parecía ser la única esperanza.

El atajo entre los árboles los llevó finalmente a una modesta posada, un refugio después de días de viaje sin pausa.

Al cruzar la puerta, el aire se inundó con el reconfortante aroma de la comida caliente, mientras el murmullo de las conversaciones se entrelazaba en sus oídos. Con el paso de un par de horas entre bullicio y brindis frecuentes, las copas parecían haber surtido su efecto, dejando una pizca de melancolía adormecedora en sus sentidos.

Hakim podía apartar la vista, quizá porque era muy estúpido y gozaba de sufrir en silencio. Sus ojos almendrados observaron fríamente el rostro sonrojado de Artemis, su pecho pálido, apenas salpicado de vellos, descubierto y acariciado con lascivia. A una de las mujeres sentada sobre sus piernas besando y lamiendo su cuello y la otra de pie detrás de él, doblada hacia adelante para besarlo en los labios.

Eso fue suficiente para él. No sintió dolor, tampoco escuchó ningún crujido, lo único que lo hizo percatarse de lo que había hecho fue un pequeño grito de la mujer sentada sobre Artemis.

—Hakim, estás sangrando —le dijo él con el rostro pálido mientras apartaba a sus acompañantes para acercarse a él.

Hakim miró su mano izquierda y vio cortes sobre sus dedos. La copa de cerámica ligera estaba rota. Él la había partido al apretarla tan fuerte.

—No pasa nada —dijo y la colocó sobre la mesa con brusquedad—. Me marcho. Puedes quedarte aquí si quieres.

—Debemos curarte esa herida. Ven, te llevaré a tu habitación.

Artemis alargó la mano para tomarlo de la muñeca, pero él se apartó.

—No, y no me toques. Puedo hacerme cargo solo.

Se levantó y se tambaleó al avanzar unos pasos. El corazón le retumbaba por la furia y el ardor de su piel se fue haciendo presente. Quiso salir de la posada, alejarse de él. La llovizna no lo asustaba, la había olvidado por completo al estar perdido en la conversación y en su voz enigmática.

Afuera olía a jazmines, rosas y tierra mojada. El agua pronto le empapó la ropa y el cabello, pero aun así continuó caminando. No paró hasta llegar a una banca de madera, debajo de un enorme roble. Se dejó caer en ella y echó la cabeza hacia atrás.

Permaneció en esa posición por un rato, hasta sentir que se ahogaba. Al incorporarse divisó una figura vestida de negro aproximándose. No huyó, no tenía fuerzas para hacerlo y tiritaba de frío.

Lo siguió a regañadientes y después de unos minutos caminando llegaron a la posada. No supo en qué momento Artemis pidió que le prepararan un baño, pero pasado un tiempo indefinido fue arrastrado hacia un compartimento de su habitación, un cuarto con una tina de madera. Había también una toalla, jabón y una jarra de plata.

Con todos lo sentidos. RelatosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora