Capítulo XI

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JUANJO

Había pasado una eternidad desde que me había acostado en la cama y había cerrado los ojos para tratar de conciliar el sueño; sin embargo, juraría que llevaba horas dando vueltas y vueltas bajo las sábanas sin saber qué hacer o dónde buscar el remedio para poder dormirme de una vez. Tampoco quería mirar los números que marcaban el reloj: me daba rabia sentirme así, tan cansado y despierto al mismo tiempo.

Necesitaba descansar. Y eso habría hecho desde un principio si hubiese podido, pero había un problema: no podía para de pensar en él. Martin por allí, Martin por allá. Daba igual la posición en la que me pusiera, ninguna me ayudaba a desconectar. Allá donde miraba, en medio de la oscuridad, en mi mente, como un cartel publicitario de los grandes con focos enormes y de gran potencia, aparecía la cara del chico.

Aquello me desconcertaba, porque me daba miedo, rabia y, al mismo tiempo, me gustaba pensar en él.

Sentía pavor por no saber cómo gestionar lo que sentía, porque últimamente lo hacía en exceso. Exactamente desde el día en que lo conocí, y eso que entonces apenas intercambiamos palabras. Ni siquiera sabíamos nuestros nombres y ahora el suyo resonaba en mi cabeza una y otra y otra vez, como si mi mente fuese un disco rayado. 

Por otra parte, me daba rabia no saber qué me estaba ocurriendo. O puede que sí lo supiera, pero no quisiera aceptarlo. Darle un significado a aquello, por muy mínimo que fuera, explicaría todo de una, pero me negaba a admitir la cruda realidad: me gusta Martin. Y eso no podía ser. Yo no era así.

Es más, se sentía extraño, como si hubiese estado equivocado toda mi vida, como si me hubiese dado cuenta demasiado tarde de quién soy en realidad. Y eso me hacía sentir patético.

Contra todo pronóstico, me gustaba pensar en él. Me quedaba embobado recordando cada una de sus facciones cuando dormía, mientras de su nariz salía el aire en pequeños ronquidos que, lejos de ser molestos, le hacían ver horrorosamente tierno.

En mi mente se proyectaban cada dos por tres las imágenes de nosotros dos en su habitación, abrazados y mirándonos sin saber muy bien qué hacer.

Quería consolarle sin saber cómo. Me costaba una vida expresarme o ayudar a alguien a sentirse mejor, sin yo hacerme ver vulnerable. No podía salir de mi coraza, de mi zona de confort, y estar fuera ante el peligro. Que no era, ni más ni menos, que yo mismo, mi propio enemigo.

De mi cabeza no se iban sus palabras: "Nunca apareció", refiriéndose a aquella persona que le dejó plantado en aquella cita fallida, donde, ya fuese obra del universo o del destino, nos conocimos. 

Fruncí el ceño al verle tan afectado. Se podría decir que lo habían humillado en público. Aún peor, de una forma más cruel, porque no hubo nadie allí para rescatarle.

Me sentía mal por él, porque hubiesen jugado con su ilusión y su corazón. También sentí unas ganas irremediables de darle un puñetazo al gilipollas que había sido capaz de dar plantón a una persona que saludaba con sonrisas y abrazaba con la mirada.

Pero eso sí, tampoco faltó la rabia de no haber sido yo quién tuviese marcada en el calendario esa cita con Martin. Tenía ganas de quedar con él. Se había transformado en una necesidad saber más de su vida y conocer sus más oscuros secretos. Quería escucharle tantas horas como átomos componían su cuerpo. Incluso sentí el deseo de abrazarle de nuevo, pero esa vez procurando que mis manos tocasen cada parte, cada rincón, de su anatomía.

Y de pronto sentí algo que no me gustó nada: celos. Allí, uno frente al otro, cuando me sumergí en sus ojos en busca de una señal que me confirmara que Martin ya no sentía nada por aquella persona.

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