Capítulo XV

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JUANJO

Cada vez que me pedían que recordase aquel día, los recuerdos estaban teñidos de un tono grisáceo, como si hubiesen sido revelados con una calidad de definición penosa. Parecía que mi cerebro tenía miopía a la hora de recordar momentos del pasado. Eso sí, lo catalogaré por siempre como uno de los mejores días de mi vida. De mi cabeza aún no se borra la palabra clave de aquella noche.

Novio. Novio. Novio.

Me hacía sentir valiente y travieso al mismo tiempo, como si estuviese prohibido pronunciar esa palabra que cada vez se hacía más tentadora. No me cansaba de repetirla, se me había quedado grabada en bucle como el estribillo del temazo del verano. Incluso me entraron las ganas de comprarme una sudadera y escribir en ella, en toda la espalda y con letras grandes: "Martin es mi novio", o también hacerme la típica camiseta turística que pusiera: "I ♡ Martin".

Al día siguiente desperté junto a Martin en su cama; habíamos pasado la noche acurrucados y dándonos cariño y muchos besos. Después de una larga y dura despedida, tuve que volver a casa. Arrastré conmigo a Álvaro y los dos salimos de allí con unas gafas de sol con los cristales más oscuros del mercado. Por la calle parecíamos un par de seguratas controlando el recinto de un concierto.

Nada más llegar a casa, subí corriendo a la azotea del edificio y visualicé alegre la panorámica de la ciudad. Qué bonita es Valencia. El día era soleado, la gente caminaba por la calle con una sonrisa y yo me habría llevado el premio a la persona más feliz del mundo si hubiese habido concurso. Me asomé al borde del muro y reí. Estallé en carcajadas de lo bien que me sentía. Y quise comunicárselo al mundo entero, quería que todos supieran de mi enorme felicidad. Cogí aire, llené mis pulmones y grité.

—¡Martin es mi novio!— exclamé. Me dolía la cara de tanto sonreír.

Mis palabras saltaron de edificio en edificio hasta el que me pareció que era el de Martin. Pude ver un pequeño destello sobre su azotea y no tuve dudas al pensar que pertenecería a la enorme y preciosa sonrisa de Martin.

Después de aquel fin de semana de ensueño, aprovechamos cada día que restaba de las vacaciones de Navidad. Que si quedábamos para dar un paseo, que si le invitaba a cenar, que si salíamos con el grupo, que si nos íbamos de compras navideñas. Daba igual en qué momento del día se nos llamara, siempre íbamos a estar juntos, hombro con hombro, pegados como dos lapas a una roca.

Desgraciadamente, el segundo cuatrimestre empezó con fuerza y en seguida perdimos nuestra racha de vernos a diario, como si fuese el Duolingo. Volvimos a las llamadas diarias de todas las tardes, pero aquellos cinco minutos de actualización eran una tortura. Entre que no podíamos establecer contacto físico a través de una pantalla y no siempre teníamos tiempo de hablar por culpa de las entregas de trabajos y los exámenes, nuestro nivel de impotencia era estratosférico.

Había pasado casi un mes desde el día de Reyes, estando a punto de cumplirse un mes y medio desde nuestra decisiva declaración de amor, y aún no les habíamos dado la noticia a nuestros amigos de que estábamos juntos. Martin me había dejado muy claro que él iba a respetar mis tiempos y que no debía preocuparme por nada, siempre y cuando le contase mis comeduras de cabeza. Sin embargo, últimamente le había estado ocultando mi enorme preocupación por esa fase tan importante en una relación: la de sentirse lo suficientemente confiado con la otra persona como para hacer oficial lo vuestro delante de los amigos.

Me sentía mal por no contarlo al resto. Por mucho que se tratase de una cosa de los dos, parecía que todo se hacía por mí y en base a mi criterio. Pero más me entristecía el hecho de que Martin llevase días repitiéndome lo mucho que le gustaría cogerme de la mano por la calle, sin necesidad de escondernos.

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