Prólogo

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Berlín, 1866.

El minutero del reloj de bolsillo avanzó. Las ocho y un minuto de la mañana.

El rostro de William Scheffer se crispó en un gesto enfadado.

Llegaban tarde.

Los había citado a las ocho en punto, ni un minuto más, ni uno menos, y se hallaba en aquella imponente mesa de comedor con su sola presencia como compañía.

Agarró una manzana roja del centro de la mesa y la mordió, sintiendo la impaciencia y la ira acomodarse en su bajo vientre.

Los desheredaría, estaba decidido.

Para cuando las puertas del comedor se abrieron, el reloj ya marcaba las ocho y diez.

Las figuras de sus dos hermanos menores aparecieron.

—¿Dónde estábais? —increpó sin quitarles la mirada de encima a ninguno de los dos.

Frederick fue el primero, y el único, en hablar. Lo hizo con la ironía que le caracterizaba.

—Buenos días a ti también, William.

Emma, cuya juventud no le restaba inteligencia, se acercó a su hermano mayor y lo saludó con un beso en la mejilla que aceptó a regañadientes. Tomó asiento junto a Frederick, y al lado derecho del de ojos índigos.

—Mi día transcurría con normalidad hasta que decidisteis perturbarlo con vuestra indecencia —replicó con una mirada llameante.

El duque de Schulzenberg no soportaba la impuntualidad.

—Solo nos hemos retrasado diez minutos —se defendió Frederick. 

Empleó un timbre suave, intentando destensar el ceño fruncido de su hermano, pero lo único que consiguió fue profundizar aquella arruga al recordarle que aún faltaba un hermano por llegar.

Dominik cruzó el umbral de las puertas diez minutos más tarde, con su característico cabello azabache demasiado despeinado para el gusto de su hermano mayor.

Tomó asiento frente a Frederick tras saludar a los tres comensales. Su impecable sonrisa no se desvaneció, ni siquiera ante la mirada inquisitoria de William.

—¿Tan difícil es ser puntual? —mostró el reloj—. Veinte minutos, Dominik.

El aludido mordió un bollo de crema con suma lentitud antes de responder. Adoraba crispar los nervios de su hermano.

—Y he llegado antes que Henrik.

William lo observó, incrédulo con lo que oía.

—Henrik no vive aquí.

—Y aún así podría no haberme presentado. Deberías valorar mi gesto, hermano —indicó empleando el mismo tono presuntuoso.

William entornó los ojos.

—Si no te presentabas en este desayuno, te habría desheredado y exiliado a Strandhaus.

—Oh, por favor —imploró el de pelo oscuro. Alzó sus manos con las palmas hacia arriba—. Condéname a ese destierro cuanto antes.

William, irritado, apretó los labios hasta formar una delgada línea con ellos.

Frederick se aventuró en la conversación de los dos mayores.

—Hermano —llamó la atención del de cabellos dorados—. Ya estamos todos, ¿qué era aquello que deseabas decirnos?

A su lado, Emma dejó escapar una ligera risa mientras untaba mermelada de naranja en su tostada.

El duque, todavía molesto, sostuvo la respiración por unos segundos, antes de exhalar lentamente. No podía dejarlo pasar, aunque quisiera.

Su paciencia se agotaba y tan solo eran las ocho y veinticinco de la mañana.

—Les di órdenes estrictas a vuestros lacayos y a tus doncellas —dijo con un tono quejumbroso. Su mirada ya se había suavizado cuando observó a su hermana por unos segundos.

—Yo ni siquiera estaba en mi habitación  —murmuró Dominik y sorbió su café.

El mayor de todos optó por no responder y dar otro mordisco a su manzana. Habló cuando supo cómo comunicarle a su familia la noticia para la que los había reunido.

Decidió que la mejor y más sencilla forma de hacerlo era ser directo.

—Voy a casarme.

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Aclaración: residen en Berlín, pero a las afueras.

Con todo mi corazón, Sayer (Libro 1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora