Capítulo 7

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Henrik

Clarisse Chadburn olía a flores. Su esencia era tan embriagadora que llenaba mis pulmones incluso desde el otro extremo del salón.

No conocía muchas flores, pero ella olía a peonías y magnolias, estaba seguro.

Y era fascinante.

Y obsesivo.

Irracionalmente, no había dejado de pensar en ella. En sus ojos, en su voz, en su sonrisa y en su olor. Por eso, me había pasado las últimas horas en el invernadero y en los jardines del palacio buscando, como un completo inútil trastornado, flores que se asemejaran al olor que desprendían los poros de lady Clarisse. No importaba si estaba a centímetros o a kilómetros de ella, su esencia opacaba todo lo demás.

Después de aquel desayuno en los jardines no volví a verla. Victoria y Emma acapararon toda su atención por el resto del día y yo tuve otros asuntos de los que ocuparme.

Especialmente, cuando esos asuntos implicaban dar largas explicaciones a Will.

Pasé unas interminables horas en su despacho, el lugar que siempre utilizaba cuando quería tratar temas urgentes o importantes, aunque yo pensaba que su verdadera intención era intimidarnos. No tenía sentido reunirnos allí cuando podíamos hacerlo perfectamente en la comodidad de uno de los múltiples salones del palacio.

Mi cabeza palpitó con intensidad contra mis sienes.

Siempre que regresaba al palacio después de uno de mis viajes teníamos la misma conversación. Tenía esperanzas de que esta vez se le hubiera olvidado, ya que normalmente sucedía el primer día de mi llegada, como una forma de ponernos al día en los acontecimientos nuevos de mi vida. Sin embargo, no fue así, él simplemente estaba más ocupado de lo habitual y debía hacer malabarismos para abarcar todos sus tareas. Le insistí en que debía relajarse con una copa o dos, pero no se dejó convencer por mis buenas intenciones e insistió en que podía controlar todo él solo y también, hablar sobre lo ocurrido en el desayuno.

Se había dado cuenta y, por supuesto, no iba a dejarlo pasar.

Sabía que tenía un problema, pero reconocerlo en voz alta era mucho más complicado de lo que parecía.

Nadie quería aceptar que había algo mal con él mismo, pero todos queríamos estar bien. Yo lo estaba intentando y por momentos lo estaba, pero entonces, había algo que quebraba esa estabilidad y volvía a ser el chico de veintiún años asustado y traumatizado.

La cicatriz que atravesaba la palma de mi mano derecha de extremo a extremo se encargaba de recordármelo. Era ancha, blanca y elevada, y aunque no me había atrevido a tocarla desde que el médico me confirmó que era seguro, probablemente era más dura en comparación a la piel circundante.

Cada vez que me quitaba los guantes—algo que no ocurría muy a menudo, al menos no fuera de la soledad de mi habitación—la veía; visible y palpable, y me traía recuerdos horribles de cómo la obtuve.

Las guerras, por breves o largas que fueran, eran devastadoras y más aún en los ojos de un chico que solo llevaba un año en el servicio militar cuando fue llamado a las filas del ejército prusiano.

Yo no tenía ni idea de lo que era una guerra, nunca había pasado calamidades y tampoco quería matar a pobres inocentes que nada tenían que ver por un estúpido territorio.

Solo quería cumplir mi servicio militar y volver a casa.

Y lo hice, con una herida de bayoneta en la mano y la cabeza jodida.

Pasé días postrado en una cama de un hospital de retaguardia retorciéndome del dolor por las múltiples heridas que había sufrido y la infección de algunas de ellas.

Con todo mi corazón, Sayer (Libro 1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora