𝐏𝐑𝐎́𝐋𝐎𝐆𝐎

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— ¿España? ¿En qué país queda? —Pregunta la niña, notoriamente confundida, de pie junto a él.

— Es un país, cielo. Como Estados Unidos, ¿Entiendes? — Le dice su padre, mientras empaca la ropa de ella en una maleta, la cual está ubicada sobre la cama.

— Creo... ¿Dentro de él hay ciudades como aquí?

— Sí, y tú irás a la más importante.

— La abuela vive allí, ¿Verdad? — La curiosidad siempre ha sobresalido en su personalidad y sólo la hace ver más adorable.

— Si, princesa. Pero ahora se encuentra en el aeropuerto y debemos apresurarnos si no queremos hacerla esperar mucho.

— Está bien...

Se acerca a la niña y le acomoda el gorro de lana rojo, que combina con su abrigo de botones plateados. Ella sonríe inocentemente, y lo abraza por el cuello.

— No te saques los guantes — ordena.

Con tan sólo nueve años, es demasiado inteligente como para no darse cuenta de que su padre le está ocultando algo.

— Okeeyy... — Suspira pesadamente causando que él sonría.

Por otra parte, él es demasiado orgulloso, como para detenerse a pensar si está cometiendo algún error o algo de lo que pueda arrepentirse.

— ¿Nos veremos para las vacaciones? ¿Irás a buscarme? — El corazón del padre se encoje con la pregunta, ya que no puede negarle nada a su niña; no cuando es lo único que le queda después del accidente, y a pesar de la decisión drástica que ha tomado, su corazón late y lo hará siempre por ella.

— Dejaremos que el tiempo lo decida, Princesa. — Le besa la frente y suspira antes de ergirse. — Anda, ve al auto que te alcanzaré en un minuto.

La niña lo mira unos segundos evidentemente preocupada y asiente, saliendo de la habitación rumbo al coche.

— ¡Peludito, no te cruces así! — Su padre la oye chillar al gato desde el final de las escaleras, y se sienta en el borde de la cama intentando hayar otra solución.

Es consiente de lo que le está haciendo a su hija, ya que él mismo lo ha vivido en carne propia. Pero, su excusa es que las causas son diferentes y quiere creer que también lo serán las consecuencias.

Que cuando su hija vuelva en diez años, no lo odie como él a su padre por haberlo abandonado; sinó que pueda perdonarlo ya que no sobreviviría a recibir eso de un corazón tan puro.

Mira la habitación de su pequeña y se le empañan los ojos al pensar en no oírla reír al jugar, bailar o cantar cada mañana antes de llevarla al instituto; o incluso llorar y recibirla en sus brazos cada vez que se lastime, para poder consolarla.

Para poder decirle: Tranquila, papá está aquí.

Porque lo cierto es que no va a estar; la pequeña saltamontes deberá aceptarlo sin oportunidad de quejarse ni refutar.

Es doloroso para él siquiera pensarlo, pero confía en su madre. Esa mujer ha cuidado y educado de él y sus tres hermanos menores; y a pesar de su edad, tiene las capacidades necesarias para cuidar de quien sea.

¿Y quién mejor que a su nieta menor, neoyorquina, de simplemente nueve años, lengua italiana e inglesa y un perfecto parecido a su madre fallecida?

La verdad es que no puede cuidarla por más tiempo, y no porque no quiera, sinó porque su trabajo se lo impide.

Su empresa es lo suficientemente buena como para ganar reconocimiento, pero su ambición lo obliga a querer ser mejor.

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