LA PREGUNTA

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IV

Fin de año, comienzo de la guerra.


31 de diciembre, 2016.

Me puse un minivestido color bronce, de talle corto, con escote en la espalda y unas sandalias altas de color negro que me llegaban hasta las rodillas y eran unas de mis favoritas. Mi cabello liso llegaba hasta mi cintura y mi hermana Sary se encargó de mi maquillaje una vez más, pero esta vez a diferencia de las anteriores, me maquilló como una estrella de cine, con tonos fuertes y un smoke eye que solo ella sabría hacer.

Debo admitir que el brillo era algo fenomenal. El ahumado negro con tonos escarchados hacía que mis grandes ojos marrones resaltaran al contraste de la luz. Esa noche mi mirada se iluminaba de forma muy inusual, algo que acredité al maquillaje espléndido de mi hermana, sin embargo, el brillo que mis ojos reflejaban era el hablar de mi corazón. Hoy palpitaba más fuerte que nunca. La sensación de que algo especial ocurriría al sonar las campanas de la catedral a las 12:00am en punto anunciando el nuevo año entrante no podía disiparse. Era una sensación agitada, como si muchas mariposas dentro de mí estuviesen danzando al son de un allegro.

Por supuesto que por mi mente jamás pasó, ni por un ápice de segundo lo que ocurriría en las horas que venían en camino.

En casa de mi abuela materna estaba la mesa servida con manteles navideños y servilletas decoradas en tonos verde, rojo y dorado. Los cubiertos de plata que sólo se usaban en fechas exclusivas hacían juego con las copas de vino marcadas en color plateado con las iniciales "F.E". Familia Evangelista. El aroma a lichis y vino llegaba desde la cocina, las bandejas decoradas con flores navideñas repletas de uvas moradas era la responsable de aquel olor tan peculiar. Teníamos la tradición de que al llegar las 12:00am en punto todos comíamos 12 uvas lo más pronto posible y por cada una de ellas teníamos el derecho de pedir un deseo. Éramos más de 15 personas esa noche así que había más de un centenar de uvas esperando por convertirse en deseos dentro de cada uno de nosotros.

La casa de mi abuela Tata era bastante característica. Nunca fue una casa normal, ni ella tampoco una abuela normal. Era del tipo de abuela que es más como una amiga, hasta el punto en que ni siquiera se hacía llamar abuela. En vez de ese adjetivo que lleva intrínseco en sí las palabras de "respeto, honra y amor", mi abuela se hacía llamar Tata.

"A mí no me estén diciendo abuela" decía, "Yo no voy a estar cuidando muchachos de nadie y eso lo hacen las abuelas. A mí me los dejan pa' llevarlos a fiestas y tomar cerveza. Pa' eso si los acompaño. Tampoco me gradúe de maestra pa' estar enseñando a leer o hacer tareas. Eso que lo hagan los maestros..."

Para serles sincera, yo amaba la forma tosca de ser de Tata. Sin tapujos en la lengua y con su acento caroreño, decía más verdades que un cura en una iglesia. No le temía a nada, no se subordinaba a nada. Ella no seguía protocolo ni reglas de etiqueta. Nunca me dijo que tenía que llegar casta al matrimonio o que tuviese un solo amor. Ella me decía que disfrutara mi vida, que me jugara las cartas en el amor y que, si perdía, volviese a jugar. "El amor hay que dejarlo salir a raudales" decía.

"¿Quién te trajo flores Eloísa? Decile a ese muchacho que las flores se marchitan. ¿¡Por qué más bien no te regala anillos o collares!? Verdaderamente que tu tenés puros pretendientes mezquinos. Búscate uno que valga la pena." Dijo una vez, después de que Alejandro me llenó el cuarto de flores por el día de los enamorados.

Tata era todo lo contrario de mi Abuelita Laurelia. La mamá de mi papá. Su nombre hacía referencia a su madre Lía y al triunfo de la vida. Laurel-Lia. Un nombre muy peculiar, pero jamás nos hacía llamarla por su nombre o por algún apodo, para mí siempre fue "abuelita".

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Ricardo: Un Amor Oxidado en el Tiempo.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora