Emilia miraba cómo su madre acomodaba las cosas que recién había comprado en el armario de la cocina.
– ¿Cómo estuvo la abuela hoy?
–Lúcida, mientras estuve con ella–Su madre la miró fijamente, Emilia estaba pensativa.
–Es una enfermedad dura, Emilia, pero no va a morir por eso.
–Lo sé – dijo disimulando el nudo en la garganta que se la había formado, hasta ahora no había pensado que quizás su abuela no estaría más.
—Siéntete privilegiada de que al menos a ti te reconoce.
Emilia sonrió.
Rápidamente, almorzó, hizo algunas tareas y se dirigió a la casa de su abuela.
Al llegar allí vio salir a la enfermera.
–No está de humor –dijo por lo bajo en forma de advertencia.
—¿Le sucedió algo?
–Discutió con tu madre ayer en la noche cuando vino a verla, al parecer la confundió con una vieja amiga.
Emilia sonrió y no esperó al encuentro con su abuela.
Al entrar en la habitación la vio perdida con la mirada en las llamas. Quizás hoy no la reconocería.
Emilia se dirigió a la biblioteca y tomó el cuaderno de las historias y se sentó en el sillón, esperando a la reacción de su abuela.
—Ahí estás, pequeña traviesa-
Emilia esbozó una sonrisa. ¿Seguiremos con tu historia?
—Sí, pero hoy léela tú, no estoy de buen humor.
Emilia asintió y comenzó a perderse en aquellas líneas.
"Los Aidualc estaban bajo servidumbre por medio del Rey Eglón, uno de los reyes que habían tomado la región donde estos vivían; este rey era tan avaro que cada mes los Aidualc debían pagar tributo. Cada una de las familias que conformaban los Aidualc debía tener un encargado de llevar el tributo al rey. Ese mes del año le tocaba el turno a la familia Gera. Alan, uno de los tantos hijos, se ofreció voluntariamente a llevar dicha ofrenda. Cansado de las penurias de su pueblo, fabricó una daga lo bastante larga de doble filo y se la escondió en su muslo derecho.
De camino al palacio del gran rey, meditaba en la ardua tarea que sería ejecutar su plan. No iba solo, siempre al encargado de llevar el tributo lo acompañaba un pequeño grupo de hombres.
Alan y su compañía entregó el motín, miró al petulante y grasiento rey, sería más fácil de lo que imaginaba vencerlo. Mientras iban de regreso a sus hogares, este se volvió al lugar donde el rey los había recibido, se acercó a él y le dijo:
–Tengo un mensaje de Dios no conocido para usted– El rey inmediatamente ordenó a todos sus sirvientes que abandonaran la habitación.
El rey se levantó, caminó hacia la ventana y miró a su reinado, giró sobre sus talones y se dirigió hacia Alan. En cuanto lo tuvo lo suficiente cerca, tomó la daga con la mano izquierda y se la clavó en el estómago. La daga fue tan profunda que los intestinos estallaron y su contenido se vació en el suelo.
En cuanto Alan vio que su víctima no respiraba, cerró por dentro la puerta de la habitación y se escapó por el baño.
Los sirvientes del rey se acercaron hacia donde estaba el rey.
-Mi lord– llamó uno de ellos.
–Creo que está ocupado– intervino el otro haciendo un ademán con su mano, pues el olor a estiércol llegaba hasta ellos.
Los sirvientes se retiraron para dejar al rey que terminara con su tarea.
Al pasar las horas, vieron que del rey no tenían noticia, fueron hacia el aposento, percatándose de que el olor persistía, tantearon la puerta y al ver que estaba con llave forcejearon hasta abrirla, encontrando así a su rey muerto.
Y fue que por la astucia de Alan, Los Aidualc, se vieron libres del rey Eglón."
Emilia cerró el cuaderno, haciendo una mueca de asco ,y dijo:—¿En serio? ¿Era necesario que le agujereara los intestinos?
Su abuela disparó una carcajada sonora: –Ese Alan es todo un pillo.
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Los Aidualcs
Short StoryEn un tranquilo pueblo donde el tiempo parecía detenerse entre las páginas de los libros, vive una abuela, cuya mujer pelea una batalla silenciosa: el Alzheimer. Lúcida en sus mejores momentos, se refugia en la lectura de una de sus historias como u...