1. Bienvenida al infierno

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"El poder es sufrir" eso dijo Madre.

Tenía los pies doloridos, ya no sabía si era por los tacones que me había quitado hacía varios minutos para correr mejor, o por estar acercándome descalza a un bosque y con un vestido que mi madre me había obligado a llevar.

No estaba llorando, pero no comprendía porque no, tal vez fuera porque nunca había querido llorar delante de nadie, ni siquiera de mí, puede que de ahí me quedara la costumbre.

El moretón de mis costillas escocía y me costaba muchísimo no tocarlo para intentar aliviarme, supongo que era por ser una herida tan reciente.

Antes de poder pensar, solo salí por la ventana del castillo y esquive fácilmente a los guardias que, gracias al enfado de mi madre, se habían olvidado de mí. Algo bueno tenían que tener sus palizas.

Únicamente quería desaparecer varias horas, que se dieran cuenta y ella dejara de pensar que debió tener otro hijo porque yo solo la decepcionaba. Eso lo dijo madre, no yo. Quería que ella se preocupara y viera que no puedo ser perfecta, aunque eso segundo de poco me hubiera servido cuando yo había adoptado también esa costumbre como si en un principio fuera mía.

A lo lejos vi la gran masa de árboles, cerca de la ciudad, pero separada de ella por una distancia considerable.

Aquí, ese bosque era el típico lugar donde todos los misterios y cosas raras ocurrían. Donde, según las leyendas que pocos creían, habían desaparecido numerosas personas y aun así nadie se atrevía a pasar sus fronteras para averiguar el motivo, desde luego, todo aquello eran tonterías. El típico lugar del que tus abuelos te contaban historias para dormir. El típico lugar al que tenías ganas de ir, solo porque te prohibían acercarte. El típico lugar en el que, aparentemente, alguien podría desaparecer durante unas horas y reaparecer un tiempo después. Al menos eso pensé.

Una vez llegué al límite del bosque y me di cuenta de que nadie me seguía, bajé la mirada al vestido que me había estado impidiendo correr bien y tiré los tacones que había estado sosteniendo al suelo. En el árbol delante de mí había pegado, uno sobre otro, carteles de niños desaparecidos, los despegué poco a poco mirando sus caras con preocupación.

Julie Stef, Carl Ciliento, Jill Strauss, Anette Lancaster, Iván López, Ayvan Reid y así muchos otros nombres... papá no solía hablarme de eso porque según él, aún no era mi responsabilidad. Lo único que sabía es que en ese bosque murió mucha gente fruto de un príncipe irresponsable que decía que las personas que allí vivían daban mala imagen al principado, ese fue mi abuelo. No entendía porque eso era un dato tan importante en mi mente, quiero decir, era un gran suceso, pero la masacre del bosque era lo único que podía recordar de forma medianamente clara de mi infancia. No era capaz de rememorar ni un antes ni un después de que el abuelo tomara aquella decisión, a parte de su muerte no muchos días después... En realidad, el abuelo desapareció, lo dieron por muerto años más tarde cuando yo tenía ocho, recuerdo a un hombre de gafas contándomelo.

Con la pena por aquellas caras de los carteles aún en el cuerpo, entré en la masa oscura de troncos, todo parecía completamente normal, solo un lugar lleno de árboles, denso, con hierba alta, ramas y lianas por el suelo, como si quisieran atraparte al caminar. Para evitar algún mal mayor agarré la falda fina de mi vestido y de un fuerte tirón arranqué parte de la tela inferior. Seguro que al volver mi madre me hubiera dicho algo por el vestido roto, pero me había acostumbrado tanto a ella que pensé que ni siquiera me sentiría culpable porque se enfadara.

El viento frío me pegaba en los brazos a pesar de la gruesa chaqueta de lana que había llevado conmigo y ante la falta de gente, me permití a mí misma encogerme y tiritar mientras seguía caminando.

Una vez no era capaz de distinguir la salida del bosque, me senté hecha una bola a los pies de un árbol sorprendiéndome de que ni siquiera en esa situación y con aquel escozor en las costillas pudiera llorar. No me atreví a palpar la zona, no quería que doliera y tenía miedo de sentirme todavía peor si dolía.

Notaba una pena inmensa por dentro, algo como si todo se estuviera resquebrajando en mi interior. Sólo quería morirme un rato y ver si, al volver, dejaba de sentir ese profundo malestar que me presionaba el pecho.

Pasado un tiempo me di por vencida ante los pensamientos que taponaban mi mente, posé mi cabeza sobre mis rodillas y mis brazos e intenté conciliar el sueño mientras tapaba mis oídos, lo que siempre hacía cuando no me sentía bien, como si el mundo desapareciera al no escucharlo.

— No quiero seguir, no quiero seguir — murmuraba poco a poco, tal y como me decía tantas veces cuando no era capaz de sobrellevar lo que ocurría a mi al rededor — no puedo seguir más.

Dormir resultó más fácil de lo que creía.

Al despertar no recordaba ningún sueño, solo un miedo profundo en el fondo del pecho que no sentía desde hacía mucho. No lo tomé muy en cuenta y solo miré sobre mi cabeza, estaba todavía oscuro, pero se veían pequeñas luces del amanecer.

Ante eso solo respiré para relajarme y seguí el camino de hierba aplastada que había dejado al entrar, aunque en realidad pareciera que la propia maleza se hubiera apartado para hacer un lugar de paso. Tenía la esperanza de que en ese tiempo alguien se hubiera preocupado por mí.

No tardé en llegar a la frontera del bosque, vi la ciudad que parecía algo desenfocada. Intenté caminar lejos de allí, pero en cuanto estuve al lado del último árbol mis pasos se pararon, quería continuar, pero el cuerpo no me respondía. Intenté lo contrario y si era capaz de retroceder.

Di varios puñetazos hacia delante, pero mis manos se paraban a mitad de camino, no era como si hubiera un cristal duro, solo se detenían y eran incapaces de avanzar.

El terror volvió a invadirme e intenté sortear esa muralla invisible de todos los modos que se me ocurrieron, pero siempre había un punto a partir del que ningún movimiento se podía producir. Respiré lentamente varias veces.

— Bien, tranquilízate, ve a otra parte de la frontera e inténtalo de nuevo... Vamos a salir...

Me intenté hacer caso a mí misma mientras me hablaba en plural, como si mi cuerpo y mi voz fueran diferentes personas, volví a internarme en el bosque cruzándolo casi en línea recta, pero algo más tirando a la izquierda.

Volví a mirar al cielo que se veía a penas iluminado por la cantidad de árboles que lo tapaban, intenté no inquietarme por eso.

De la nada volví a experimentar lo mismo que en la frontera, pero con todo mi cuerpo. Oí varios pasos detrás de mí y quise pedir ayuda a quien sea que fuera aquella persona, no pude, solo era capaz de respirar. Igualmente, no me hubiera resultado nada útil pedir ayuda a esa persona.

Unos dedos rozaron mi cuello como con cuidado, como si fuera de cristal y temiera romperlo. Sin embargo, su cara se pegó a mi oreja, aún sin dejarme ver quien era.

— Pensé que nunca vendría aquí, principesa — aquel susurro me puso los pelos de punta — lo que me ha hecho esperar me ha parecido una eternidad — a ese comentario le siguió una risa ahogada y desagradable — eso aumentará su condena — la voz soltó un suspiro ahogado — bienvenida al infierno.

Su mano se posó completamente en mi cuello, no puedo describir con exactitud lo que sentí, porque nunca nada me dolió tanto como notar ese terrible ardor en la garganta, esa falta de aire que me hacía ahogarme y ese sentimiento de que el exterior de mi piel se desgarraba poco a poco. Tal vez penséis que no sería para tanto y puede que tengáis razón, pero nada nunca dolerá tanto como la primera vez que mueres, por eso mismo, porque es la primera. 

Causas de morir 37 vecesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora