Capítulo 2

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El trayecto hasta mi casa fue silencioso. Cutberto se mantuvo completamente taciturno durante todo el viaje. Cosa que no me molestó en lo absoluto. La lluvia había cesado, pero el viento invernal azotaba duramente las ventanas laterales. Me froté las manos para amortiguar el frío.

Estábamos a sólo dos minutos de llegar a la entrada de la vecindad, cuando el cómodo silencio llegó a su fin:

—¿Qué le pasó a tus zapatos?

Aún no le había contado nada sobre el ataque que sufrí. Es más, creo que no se lo diría jamás a nadie. Bueno, tal vez a mi madrina...

—Se me arruinaron con la lluvia.

Cutberto no dijo nada. ¿Qué más podía decir? Él y yo no nos llevábamos para nada bien. He reprendido, muy respetuosamente, a mi madrina en varias ocasiones por atraparla suspirando embobada a causa de este hombre que no está para nada a su altura. Y eso él lo sabía. En el fondo no dudaba que me odiara. Siendo sincera, no era algo que me quitase el sueño.

—¿Mi madrina está en casa ahora mismo?

—Sí.

Asentí.

Cuando llegamos al portón de la entrada, me bajé del taxi justo después de balbucearle un escueto «gracias». Antes de cerrar la puerta, tomé mi bolso, agarré fuertemente el paraguas, y me encaminé a subir rápidamente las escaleras que daban al segundo piso. No podía esperar a contarle a la única persona que me entendía todo lo que había pasado esta noche.

El ambiente en la vecindad estaba calmo. El único ruido que se podía escuchar era el rumor apabullado de alguno que otro televisor encendido. Las deterioradas paredes que conformaban el lugar, parecían más lógobres que nunca. Era una vista deprimente.

Cuando llegué arriba, rodeé el desvenjecido pasillo hasta llegar al frente de la puerta que buscaba. Toqué suavemente un par de veces hasta que, para mi sorpresa, mi iracunda madre me recibió:

—¿Dónde has estado, Teresa?

Entré a la pequeña estancia, y tiré mi bolso junto con el paraguas al sillón de la sala.

—¿No se lo has contado, madrina? —le pregunté a la susodicha. Ésta dejó de cocer el fino mantel de satén en el que estaba trabajando, y corrió a abrazarme. Respiró aliviada cuando me rodeó con sus brazos.

—Estaba tan preocupada, mi niña. —Se separó de mí para verme mejor—. ¿Estás bien? ¿No te pasó nada? —sus oscuros ojos cafés estaban empapados de preocupación.

—Estoy bien. Sólo un poco mojada —le regalé una sonrisa sincera.

Mi mamá carraspeó sonoramente.

—¿Por qué no nos llamaste a nosotros, Teresa? Deja de importunar tanto a Juana; ella tiene mucho que hacer acá.

Me giré, y le lancé una mirada envenenada. Estaba escrito en piedra: el día en que mi madre y yo estuviésemos de acuerdo en algo, justo en ese momento vendría el fin del mundo. No existía día de Dios en el que no discutiésemos por cualquier cosa. Puse los ojos en blanco con exasperación.

—Comadre, Teresa puede llamarme para cualquier cosa las veces que necesite hacerlo...

—No es correcto, Juana —le interrumpió—. Para eso Teresa nos tiene a nosotros.

La ignoré, y me dejé caer en el sillón. Luego metí mis pies descalzos debajo de una silla. No quería también tener que justificar eso ante mi mamá.

—Esta noche dormiré aquí —dije, sin más.

Mi madre abrió los ojos con incredulidad.

—No, vámonos. Ya preparé la cena. Tu padre nos está esperando.

TROTAMUNDOS | Light Yagami y TeresaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora