Capítulo 11

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La muerte de Rosita me dejó una huella amarga e imborrable de por vida.

El recuerdo perpetuo de su cuerpo inerte me taladraba los sesos sin cuartel. Quise, en infinitas veces, entrar en un estado de inconsciencia que me permitiese escapar del dolor agonizante que sentía.

Lastimosamente, no lo logré.

Estaba más sobria que nunca. Afortunada o infortunadamente, conté en todo momento con el apoyo de Light. Su semblante frío se mantuvo impasible en todo momento, incluso cuando le dije en el hospital —al que llevamos a Rosita después del ataque—, que se podía retirar junto con sus amigos (quienes también nos habían acompañado) si así lo deseaba. Al escuchar esto, él simplemente me ignoró y se limitó a abrazarme de manera dulce, pero firme a la vez.

A pesar de que había una conversación pendiente y latente entre ambos, una parte de mí agradeció su incondicional compañía.

Sus amigos no resultaron polos opuestos a él; sobre todo Kazuki, quien había adoptado un posición rígida como el hielo desde que vislumbró a mi hermana rodeada de paramédicos en aquella maldita cancha donde cayó desfallecida. Kiro, por su parte, se había limitado a quedarse en silencio sin despegarse de mi lado, al igual que Keshi, el pelirrojo. Incluso el tal Ryo, en su incipiente apatía, se comportó de manera cordial.

La vecindad entera se convirtió en un mar de lágrimas. Sin embargo, a pesar del duelo, yo me sentía profundamente furiosa y disgustada. Odiaba con el alma entera ver en mi casa a los que, directamente, fueron los causantes de que Rosita colapsara de la manera en la que lo hizo.

—¡Córrelos de aquí! —le ordené a mi madre en pleno velorio, refiriéndome a Nachita y a su inmunda prole. Luché con todas las fuerzas de mi ser para poder dejar fuera de la lista de culpables a mi mamá. Aunque, a pesar de mis esfuerzos, una parte de mi me gritaba que ella tendría que estar en el puesto número 1.

En respuesta a mi petición, ella se procedió a secarse las lágrimas, ponerse de pie y dirigirse a su cuarto, como siempre, ignorando cualquier cosa que saliera de mi boca. Maldije entre dientes.

—Les iré a decir que se retiren —me susurró Aurora dócilmente, después de besarme la cabeza. Asentí, agradecida.

El día del entierro llegó.

El cielo amaneció nublado. Un búho dejó de ulular a eso de las 4:00 a.m; no se había callado en toda la noche. Cuando vi al animal plantado en el techo de enfrente, sufrí un pequeño patatús. Quizá se trataba sólo de supersticiones tontas, pero no podía evitarlo. Pues, cada que uno de ellos aparecía en mi vida, algo malo pasaba.

—Ya es hora de irnos, Teresa —me informó mi madrina, al tiempo que entraba a mi habitación. Sus ojos almendrados estaban hinchados a causa de tanto llanto. Me paré a regañadientes del piso, y me enfundé un atuendo completamente negro.

—¿Ya se fueron los chicos? —pregunté con voz rasposa.

—Sólo cuatro.

—¿Quién se quedó? —cuestioné sin interés.

—El muchacho que comió tacos con nosotras y el tal Light.

Fruncí el ceño.

—Ah.

El cortejo fúnebre me pareció insoportable. El humilde ataúd donde yacía mi hermana, fue transportado por una raída y vieja carroza gratuita municipal. Estaba adornada con peonías y rosas, en su mayoría, donadas por Aurora. Sentí que el pecho se me diluía en ácido. La cabeza me comenzó a dar vueltas.

—¿Te sientes bien? —me preguntó Light, sosteniéndome de los omóplatos. Asentí suavemente.

Las gotas de lluvia no se hicieron esperar. La jodida agua estaba heladísima. Sin embargo, no acepté el paraguas que Light me ofreció con vehemencia.

TROTAMUNDOS | Light Yagami y TeresaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora