Capítulo 4

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Apenas transcurría la segunda mitad del año 1887. La pelirroja Marion Joanne Kirbey, irlandesa de nacimiento, viuda y sin intención de cambiar su estado civil, estudiante universitaria por cuenta propia, con un retraso risible en cuanto al cobro de la pensión que (según el gobierno) ayuda a las viudas, se encaminó a encontrar un trabajo loable y honrado, muy a pesar de esa regla macabra que dictaba su “conversión al funesto oficio de meretriz”.

Cuando le dije estas afirmaciones a mi benefactor, el modesto Benjamin, él se echó hacia atrás en su sillón y me miró con un rostro un tanto gracioso. No me reí, porque era obvio que el anciano estaba preocupado.

—Tú… ¿no irás a caer en eso, verdad?—dijo con tan poco oxígeno en los pulmones que tuve que hacer un esfuerzo lingüístico para traducirlo.

—Por supuesto que no.—contesté con toda la energía del mundo.

El anciano se quitó los espejuelos y los limpió.

—Gracias a Dios… No te enojes conmigo. Yo sé que tus ideales y tu sistema de vida son muy fuertes, como para que otra tragedia más te impulse a aceptar ese tipo de trabajos… Pero no tienes ni idea de cuánto daño ejerce esta ciudad sobre las personas. Hay que tener un corazón muy fuerte y una cabeza bien fría para no caer en las redes de la mundanalidad. Entonces no te queda de otra que encontrar dónde puedes ganar un poco de dinero, para subsistir, al menos hasta que puedas estudiar algo mejor o trabajar en base a todo lo que has aprendido.

Ciertas cosas me molestaban sobre ese discurso.

—No puedo ni debo juzgar por qué las personas lo hacen,—comenté— pero no considero la prostitución un tipo de trabajo. Le llaman la profesión más antigua... Pero solo veo que está ligada al sufrimiento. Eso es lo que creo.

—Y yo estoy muy feliz de que creas eso, hija mía. Hay muchos hombres y mujeres perversos que, al verte, pensarían que contigo podrían sacar un negocio grande. Solo porque eres hermosa e inteligente, ya te catalogarían como una meretriz de lujo… Una cortesana perfecta para los nobles. Solo de pensarlo…

Yo, de hecho, no pensaba en eso. No podía permitir que esa ave hiciera nido sobre mi cabeza.

—Pero debo admitir que necesito un trabajo de inmediato.

Esto lo decía, en primer lugar, porque tras terminar los “espejismos” estudios en el G college, ahora me veía obligada a abusar nuevamente de la bondad de Ben y su familia. Otra vez, me quedaba a vivir con ellos, situación que ahora era incluso más compleja, puesto que la hija de Ben estaba embarazada, y ello significa otra boca más que alimentar, además de la mía.

—Claro, claro, claro que sí, muchacha… Ya que sabes tanto de medicina, ¿por qué no sirves como enfermera?

Esa fue la primera opción. Y contraproducentemente, fue la que menos duró.

Comencé a trabajar con un doctor de unos treinta y cinco años. Muy estirado él. Todo orgulloso de su título. Haciendo caso a cierta recomendación que me hizo Ben, no mencioné en momento alguno que yo estado en el G college.  Trabajé como enfermera y, en realidad, no me fue mal. Corrijo: Me fue extremadamente bien… demasiado bien según mi empleador…

El doctor estirado no miró con buenos ojos mi labor de enfermería. Se suponía que yo era su ayudante de última opción. Solo debía preocuparme por hacer vendajes, aplicar escasas inyecciones, y proporcionar confort y seguridad a los pacientes. En fin, una muñeca que no debía dar sugerencias. Apenas di la primera, los ojos estirados del doctor orgulloso comenzaron a volverse “menos buenos”. No faltó mucho para que mis cuidados y mis “clandestinos” diagnósticos se convirtieran en una fuente de mayor credibilidad para sus pacientes, que la del propio médico. Y he dicho “clandestinos” (por tercera vez), porque mis opiniones médicas jamás fueron dadas en su presencia. Pero no lo hacía para humillarlo o ganarme su lugar. Me vi obligada a atender, como doctor sin siquiera serlo, a los pacientes, debido a que el susodicho encargado de los diagnósticos, llevaba su creciente narcisismo hasta el punto de caer en juergas, borracheras, salidas nocturnas que saludaban el amanecer, visitas a un buen arsenal de mujeres (a todas las que pretendía, a la vez) y apuestas por doquier. Comportamiento que afectaba la credibilidad de su juramento hipocrático y que ponía en riesgo a las personas cuya salud dependía de este medicucho engreído. Lo que más me sacaba de quicio, era que el muy incircunciso sí era bueno como médico. En el fondo, era un ser inteligente. Pero ahora yo comprendía las razones que llevaron a la renuncia de tantas enfermeras. No había quien soportara semejante carácter. Este pobre diablo, aspirante a persona, había usado sus posibilidades económicas y sociales, y su intelecto formidable, solo para hacerse una reputación y gozar de los parabienes a costa de esta. En fin, que se había vuelto médico solo para lucirse entre las damas y los caballeros de Londres, olvidándose que el mejor médico no es aquel que ostenta la mejor reputación, sino el que posee esa difícil y casi inalcanzable cualidad de la humildad y el servicio… Cosas que solo pone Dios en los corazones humanos.

Valerie (o La epopeya de la sanguijuela)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora