Capítulo 13

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Más tarde supe que el hermano menor de Carl se llamaba Vans Dickson, y yo solo podía pensar en lo extraño que sonaba aquel nombre. Vans tenía treinta años, y su hijo, Johan, estaba cercano a cumplir los doce. Ellos nacieron y vivieron en Londres, y solo Carl había tomado la decisión de irse de allí. ¿Para qué querría dejar la ciudad más grande del mundo y venir a un terruño nebuloso de Irlanda? Eso solo lo sabía el propio Carl, pero ya era muy tarde para preguntarle.

El día siguiente al funeral, mamá me llevó con ella a la casa de Carl. Allí se estaban quedando el hermano y el sobrino del difunto, y como lejanos vecinos, pero amigos del fallecido, debíamos ser solidarios. Mamá les ofreció un pastel y comida, que les ayudara al menos en algo. Vans lo agradeció, y de inmediato decidió repartir para todos, aunque mi madre insistía que fuera para ellos dos.

-¡Qué vamos a ser capaces nosotros dos solos de comernos todo esto!

Mi padre había pasado la noche allí, cuidando a los huéspedes, y conversando con Vans. Ahora nosotras nos uníamos a las charlas... O más bien, mi madre se unía a las charlas. Yo estaba muda, porque no tenía ningún deseo de hablar con adultos, y además los temas de conversación no eran para nada atrayentes. Resulta que para el chico aquel llamado Johan, tampoco. Estaba recostado en su asiento, con la barbilla apoyada en una mano, y la mirada fija en el horizonte. Por mi mente pasaba la idea de que a lo mejor estaba muy triste por la muerte de su tío... Pero al ver a su padre, se me despejó. Vans estaba actuando de manera normal, tranquila. Yo pensaba que cuando se moría alguien, el luto era insoportable. Mi cabeza no podía imaginar o procesar que Vans sí estaba dolido por la muerte de su hermano mayor, pero al mismo tiempo sentía paz.

-¿Le echa de menos a Londres?-le preguntó mi padre a Vans, señalando a Johan, en su absorta postura indiferente, mirando por la ventana hacia las colinas.

El niño rubio volteó la cabeza por unos segundos, y durante breves instantes, me miró de reojo.

-No, para nada...-murmuró.

En realidad, no es que hubiese murmurado, sino que su voz se me percibió tan gruesa y diferente a lo que yo había oído antes.

-... es solo que me gustan esas montañas...-culminó diciendo.

Yo hice una mueca rara torciendo los labios. ¿Qué de interesantes tendrían esos montones de tierra acumulados? No sé si era porque lo decía ese niño austero, o porque de repente mi fase aventurera estaba en ascuas.

-Tsk...-me chupé los dientes.

Mi actitud indisciplinada hizo que mi madre me diera una palmada en las piernas. Johan frunció el ceño y ladeó la cabeza, viéndome con unos ojos que se preguntaban qué había hecho para desagradarme.

-¡Ah, esa es Marion!- exclamó Vans- Vaya, qué niña más linda... Pero no pensé que fuera tan pequeña... Creí que era un poco mayor...

Pude comprobar su preocupación: el hecho de ser yo quien halló a su hermano muerto. Muy pequeña para someterse a tanto estrés.

Nuevamente, Johan me observaba con ojos escudriñadores. De tanto observar, no me quedó de otra: le saqué la lengua sin que nadie salvo él se diera cuenta. Él se echó para atrás, con los ojos muy abiertos, y después apretó una sonrisa, tapando sus labios con la mano izquierda. Yo no hallé lo gracioso, así que completamente aturdida, solo crucé los brazos e hice berrinche interno. Al parecer había llegado otro insoportable creído al pueblo.

-Oye, Marion,-me dijo Vans, poniendo una cara amable que me recordó de inmediato a Carl- ¿puedes salir afuera un momento a enseñarle a Johan los alrededores?

Como nunca aprendí a decir que no, pues no me quedó de otra.
Sí, otra vez...

En ese momento me di cuenta que aquel chico no era otro pesado más, sin un simple extraño deseando adaptarse.

Valerie (o La epopeya de la sanguijuela)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora