Capítulo 8

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El día 16 de marzo de 1888 fue la fecha exacta cuando conocí a la joven meretriz llamada, a secas, Valerie. Y el 23 de marzo fue el día que la volví a ver por segunda vez. Ese mediodía me advirtió que la visita sería brevísima, pues se hallaba ocupada saldando una deuda con cierto caballero al que le debía la tenebrosa cantidad de dos libras esterlinas. Lo único que me salió de la boca al escucharla fue:

—¿No habría sido fácil pagarla?

Me refería a su (como ella misma dijo anteriormente) “exorbitante” y “estafadora” tarifa.

—¿Eso?— dijo a carcajadas— Solo fue por venganza a ese granuja borracho… La prostituta que se ponga de costosa y refinada en Whitechapel se muere de hambre. Esto no es Francia, querida.

Trazando líneas rectas de un punto a otro, pude llegar a la más evidente conclusión:

—¿Has estado en Francia?

Ella jugó con uno de los rizos de su cabello y asintió con la cabeza.

—Hace rato...

Pero sus ojos azules se me confundieron con el horizonte.

Las visitas de Valerie comenzaron a hacerse frecuentes a partir de ese 23 de marzo. Y con frecuentes, me refiero a diarias. Ella mostraba una gran curiosidad hacia los libros, y hacia mi labor editorial como redactora de reseñas.

—Es que no tengo mucho tiempo… Imagínate… ¿Yo, leyendo?

Mi mente no alcanzaba a comprender qué tenía que ver la literatura con el hecho de convertirse en un impedimento para alguien de dudosa “labor”. Tal vez las prostitutas de Whitechapel no eran ni de cerca asiduas lectoras, y eso es incuestionable gracias a la oleada de violencia, degradación moral, corrupción y enfermedad que no dejaba de azotar el barrio más problemático de Londres… pero no me atreví a generalizar. No conocía mucho sobre los avatares y desvaríos morales de ellas, pero quizá algunas sí habían estudiado, al menos un poco, y si habían incurrido en el sucio comercio de su cuerpo, seguramente lo habían hecho porque pensaron que no existía otra salida.

¿Sería ese el caso de la elegante Valerie? No tenía valor de preguntarle…

Pero ella era muy diferente de mí: Donde yo me quedaba callada, ella no paraba de hablar. Donde mi rostro tomaba rubores ridículos, ella enseñaba una naturalidad no fingida. Mientras yo escondía mis emociones, ella dejaba su coraza de hielo, y trataba de hacerme imitarla. Por eso me devoraba a preguntas… Eso sí, siempre me pedía permiso antes de hacerlo.

—¿Y cómo es posible que hayas logrado estudiar medicina… siendo mujer? ¡Es una absoluta locura! Se… ¿se puede aprender, aunque uno no sea hombre?

Valerie, claro está, lo decía desde la misma posición de la sociedad acomodada a un estilo predeterminado. Para el “orden social” normal en Londres (y a ciencia cierta en casi todo el mundo), solo los hombres pueden adentrarse en la propia ciencia, y eso muy a pesar de la representación de casos de féminas sobresalientes en la historia de la humanidad.

—¿Y qué culpa tiene el cerebro de que su dueña sea mujer, y que no le dejen ser una mujer de ciencia?—respondí— Yo pienso que si fui creada con un cerebro con límites diferentes, tengo un propósito para usarlo… No, no estudié medicina. Trabajé como ayudante de varias mujeres que sí lo hicieron, y supongo que dada tanta cercanía a ese mundo, mucho conocimiento se me impregnó.

—Pero no te dejarían ejercer como médico… en el caso de que lo fueras—dijo ella.

—Tal vez… Pero no me han cortado las manos para suturar, no me han sacado los ojos para examinar, ni el oído para escuchar los latidos de un enfermo. Aunque la sociedad no me exhiba públicamente como médico, yo podría serlo.

Valerie (o La epopeya de la sanguijuela)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora