Capítulo 14

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Todos tenemos un poco de locos, un poco de genios, un poco de sociópatas, y un poco de románticos. Yo era de esas personas que se esfuerzan por ir contra la corriente solo para ver qué reacciones provocaba. La mayor parte del tiempo lo hacía inconscientemente, ¡pero vaya si me gustaba sorprender a la gente! Y todas estas características se acentuaron tras entablar la más fuerte amistad con el rubio “perfectísimo” londinense de Johan.

A Johan nada parecía salirle mal:

Si hablabas con su maestro, te decía que era el más inteligente que había discipulado, y que sus conocimientos eran elevados.

Si hablabas con los hombres del pueblo, te decían que era el jovencito más hacendoso y trabajador, que para su edad ya se mostraba como “todo un hombre”, y que sería un buen sustento para su familia.

Si hablabas con las mujeres, todas elogiaban la casi impecable… ¡qué digo “casi”!, la impecable educación y los modales de Johan, su apariencia noble y su carácter loable, y le auguraban ser la joya más exclusiva de Limerick.

Y eso a mí no hacía otra cosa que… activarme el gen de la competitividad. Desde mi posición, quería mostrarle que yo podía ganarle en algunas cosas. En todas, no, claro está; pero al menos en alguna que él no se esperara. Y eso quería mostrárselo a él, no a la gente del pueblo.

—Ya verás cómo te gano—le amenazaba constantemente.

El pobre… se quedaba con una expresión de atontado.

—¿Eh? ¿En qué me quieres ganar?

—En lo que no puedas ganarme a mí.

—¡Te volviste loca, Mary! ¡Ahora sí que no te puedo entender!

—Ya verás… Al final hablarán más de mí que de ti.

Bueno… A quien quería impresionar era al bueno irreprensible Johan, pero no puedo engañarme a mí misma: claro que quería atraer buenos comentarios de los adultos y de los niños.

Pero la conclusión fue amarga. Condujo al efecto contrario. Cuando yo empecé a aprender a cabalgar, a andar con el ganado, y a ir con los hombres a cazar liebres y zorros, en lugar de un “¡Qué chica más activa!”, recibí un: “Por Dios, se está volviendo un marimacho”. Yo que ni entendía el significado mismo de esa palabra, quedé más frustrada que antes.

A pesar de ello, rogué a mi padre un favor inusual y bastante problemático.

—Padre, enséñame a tirar…

Mi papá era cazador ocasional, así que tenía una muy limitada colección de armas, entre las que figuraba un revólver grande y otro más pequeño, y un rifle demasiado pesado para mí.

—¿Y para qué quieres aprender a disparar?

Después de mucho meditar, se me ocurrió la respuesta más obvia:

—Porque Johan no sabe y no le gusta.

Mi padre frunció el ceño y sus cejas se juntaron más de lo normal.

—¡¿Y ahora usted lo tiene que hacer todo según eso?! Ten voluntad propia, por Dios.

Sí, el mismo padre que me espetaría años más tarde… Él quería algo bueno para mí, y aquello “bueno” no iba a escapar de su voluntad, pero creo que en “algo” le gustaban mis locuras infantiles.

—A ver, supón que has aprendido a disparar… ¿Y qué ganas con eso? ¿Qué vas a hacer después?

—No dejar que ningún oso se me acerque nunca…

Asombrado, y consciente del trasfondo de mis palabras, mi padre buscó el revólver más chico. Se veía pequeño en sus manos, pero en las mías se mostraba como un monstruo metálico de cañón corto. Luego puso un tocón de madera a una distancia cercana a los cinco metros. Tras cargar el revólver, se agachó detrás de mí, y me indicó todos los pasos a seguir… Que no eran muchos, salvo el agarre, apuntar, y accionar el gatillo, pero por razones obvias no podía dejarme sola con el arma y que me entendiera con ella como pudiera.

Valerie (o La epopeya de la sanguijuela)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora