Capítulo 3

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25 de octubre, 1921

Un ataúd permanecía, completamente abierto, en el centro de la sala. Todavía faltaba un rato para que comenzase la liturgia, pero el hogar de los Herrero estaba a rebosar de gente desde primera hora de la mañana. 

La humilde casita constaba de un único piso habitable, con escasas dos habitaciones. La primera, que era la más pequeña y para la cual la entrada sí estaba vetada, era el cuarto donde solían dormir el matrimonio y sus tres hijos. La segunda, que era también donde se había depositado al difunto, correspondía a un cuartucho que hacía las veces de cocina y comedor.

Apenas disponían de mobiliario. La cocina se sabía que lo era por el horno de leña que permanecía en una esquina, junto a un par de encimeras medio raídas por el paso del tiempo. Un pequeño armario se ubicaba justo al lado de una mesita que fue apartada hasta situarla contra la pared, de modo que tuvieran sitio para poner el ataúd.

Sillas tenían de sobra, eso sí. Aunque no es que todas fueran propiedad de los Herrero: Algunos vecinos se habían traído de casa sus propios asientos y ahora se congregaban en torno al difunto, recitando silenciosas plegarias o acompañando a las plañideras en una oleada de llantos y lamentaciones.

El lugar estaba tan abarrotado de gente vestida de negro que, de algún modo, hasta me sentía como un intruso al ser el único vestido de uniforme. Claro que, no es que pudiera evitarlo: Pese a que no acudí con ningún motivo ulterior, seguía estando de servicio. Ergo, no podía simplemente ir a mi casa y ponerme otras galas para realizar la visita.

De todos modos, me decía, no permanecería en el velorio más de quince o veinte minutos. Todavía quedaba bastante que hacer en comisaría, con los malditos reportes para comandancia, y el teniente ya había aceptado acudir él solo al funeral en nombre de la benemérita. Lo cual, por cierto, significaba que mientras él acudía a la liturgia yo tendría que ingeniármelas una vez más con todo el papeleo.

Se podría decir, visto lo visto, que estaba aprovechando mi rato libre para ir a mostrarle mi respeto a la familia. Actividad que, no mentiré aquí, no me entusiasmaba en absoluto.

Tras darle el pésame a la viuda, quien permanecía llorando, pero bien arropada por sus familiares muy cerca del ataúd, me dirigí brevemente hacia el difunto. Esta era otra acción que hubiera pagado por evitar, pero era costumbre que todos los visitantes se acercasen en algún momento al ataúd, a rezar en voz baja o a lamentar la pérdida en silencio, mostrando a los Herrero que la pérdida era colectiva y no sólo de ellos.

Puede que esté mal por mi parte pero, al acercarme, no fueron sentimientos compasivos lo primero que me vino a la mente. Tal vez porque ya había pasado por esa fase unos días antes, cuando recogimos el cuerpo, ahora lo único que cavilaba era que me sentía aliviado de que al menos le hubieran cubierto el rostro con un paño al fallecido.

Al parecer, luego de que Ballejo lo revisase de nuevo en su consulta, las mismas personas que luego lo dispusieron en su ataúd se encargaron de acicalarlo un poco y ponerle el traje de los domingos. Nadie podía reparar la herida en el cráneo o borrar la expresión de horror con la que exhaló su último suspiro, pero por lo menos la sangre había desaparecido y, con la tela blanca cubriéndole, tampoco se le veía la cara ni mucho menos la brecha.

Tenía razón al pensar que el desasosiego de ver esa expresión me impediría dormir bien por las noches durante un par de jornadas.

Todavía algo abrumado por lo sucedido, no esperé a que la siguiente persona se acercase al ataúd antes de retirarme. Había visto y oído suficiente, aunque es probable que el teniente no estuviera de acuerdo con esto. Y así, tras despedirme de un par de conocidos que vi de camino a la salida, por fin pude escabullirme por la puerta y respirar algo de aire fresco.

El portador de la cruzDonde viven las historias. Descúbrelo ahora