Capítulo 6

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No tengo recuerdos de lo que sucedió una vez me quedé a solas con la multitud de ánimas. Aunque presupongo que mis piernas se desbloquearon en algún punto de la madrugada, pues para cuando volví a recobrar el conocimiento ya no me hallaba en un angosto sendero del bosque, sino en una especie de claro, justo al lado de un cruceiro al que estaba convencido de que no me había acercado la noche anterior.

¿Dónde se situaba pues este claro y cómo había llegado ahí? De primeras, no lo supe.

Me acabé despertando en el pedregoso suelo, cuando el sol ya se alzaba sobre el horizonte, aturdido como el que más. Estaba solo y me dolía todo el cuerpo, aunque al incorporarme y revisar me di cuenta de que, salvo por el miedo que sufrí durante las horas de oscuridad y el consecuente shock que todavía persistía, no tenía ni un rasguño. Y, era bastante probable, el que me doliese el cuerpo fuese a causa de un exceso de ejercicio el día anterior, o de una mala postura al desmayarme en pleno camino de regreso.

Porque me había desmayado, ¿verdad?

A medida que los minutos pasaron fui recordando poco a poco lo sucedido instantes previos a perder la consciencia el día anterior. Lo que había visto y escuchado era tan solo equiparable a las pesadillas que me atormentaban de niño, a las leyendas macabras que a los ancianos les gustaba contar para mantener a los turistas apartados de sus propiedades. Nada podía ser real y, sin embargo, estaba seguro de que mis ojos no me engañaron.

Fueran fantasmas o no, lo cierto es que mi encuentro no había sido una ilusión mía. Lo supe en cuanto miré a mi alrededor y vi la misma cruz que la mujer me había entregado durante la madrugada. Una cruz que yo tomé sin pensarlo, como si la misma fuerza superior que me impedía mover mis piernas me estuviese obligando a tomar ese mismo crucifijo en mis manos, usándolo de la misma forma que la muchacha lo hizo.

El ver esa cruz en el suelo, a pocos metros de mí, me llenó de horror. No quería ni volver a tocarla.

Lo único que deseaba en ese instante era alejarme de aquel claro, correr como no pude antes y olvidar todo lo ocurrido. Me encerraría en mi casa y no volvería a salir en todo el día, ni siquiera para volver a ver a los Malvedo a las puertas de la iglesia, como habíamos quedado una vez marché de su vivienda. Con algo de suerte, pensé, podría utilizar toda la jornada para calmarme y al día siguiente, cuando me tocase hacer la ronda de nuevo, ya no tendría nada que temer.

Era obvio, este era un pensamiento demasiado fantasioso, nada acorde con la realidad. Cuando me levanté del suelo todavía sentía que temblaba y mis piernas incluso parecieron hacer un esfuerzo extra por soportar mi peso.

Estaba cansado. Muy cansado, como si me hubiera pasado la noche en pie y vagando por los campos, pero no deseaba recrearme en ello.

¿Dónde diablos me encontraba? Tardé un poco en ubicarme, pero cuando al fin lo hice me di cuenta de que me hallaba junto al cruceiro situado a unos dos kilómetros de mi aldea, en dirección opuesta al lugar del que venía, desde la Ribera. ¿Cómo había acabado ahí?, ¿acaso había pasado de largo mi pueblo y...? No, no tenía sentido. Nada lo tenía.

Con el pánico que había adquirido en las últimas horas, resultaba imposible creer que hubiese cometido adrede la imprudencia de entrar en un núcleo de población y con las mismas salir de él, adentrándome de nuevo en la oscuridad de los bosques, sin haber siquiera pedido ayuda.

Y a propósito de seres vivos... ¿dónde había quedado mi burro? Lo busqué con la mirada, sin alejarme todavía del claro, pero no lo vi ni rastro de él. Tal vez hubiera aprovechado que yo dormía para escapar, siendo yo optimista y pensando —sin absolutamente ninguna prueba que lo certificase— que había llegado hasta donde ahora me encontraba. Pero, ¿y el farolillo que los Malvedo me proporcionaron? Eso tampoco estaba ya conmigo y no existía posibilidad alguna de que lo hubiese tirado por voluntad propia.

El portador de la cruzDonde viven las historias. Descúbrelo ahora