Capítulo 12

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Pablo Seara había dejado su vehículo en un lugar razonable, aunque quizás no tan prudente: Esto es, al aire libre, justo al lado de su huerto. Donde cualquiera animal de granja podría pasar y marcarlo o simplemente una lluvia otoñal —como las que ya comenzaban a sucederse en esos días— lo hundiese más en el barrizal donde había sido aparcado. 

—Le tengo dicho que lo meta en el granero, que tenemos espacio de sobra —había advertido la esposa de éste, cuando me vio detenerme a observarlo desde el camino—, que esa cosa ni siquiera tiene techo y como se ponga a diluviar ya verás tú qué chiste va a ser el limpiarlo después. Pero no, es mejor dejarlo fuera para que lo vean los vecinos cada vez que pasen.

Iba a responder tratando de apaciguar los ánimos. Diciendo que, pese a estar del todo de acuerdo con la señora, querría pensar que Seara tendría sus motivos para querer dejar su valioso coche ahí, ante el corral de las vacas, más allá del querer pasárselo por las narices a quienes vivían en las casas adyacentes.

Pero no fue necesario intervenir, porque el mencionado apareció de la nada, como si hubiera sido invocado.

—El coche no tiene nada de malo donde está. Durante el día no estorba para pasar, y durante la noche los perros pueden guardarlo.

—No tendrán los perros mejores cosas que guardar que el dichoso coche...

De hecho, era probable que los perros estuviesen más interesados en cuidar del rebaño que Seara tendría guardado a pocos metros de ahí, pero no iba a ser yo quien le quitase la ilusión. En todo caso y por lo que Jimena me contó, estaba claro que los mastines también reaccionaban al escuchar el motor del vehículo de su amo.

—Disculpe —me metí, consciente de que había sido pura suerte el haber alcanzado ahí a Seara, en uno de sus múltiples viajes entre su hogar y los campos donde se pasaba el día cuidando del ganado—, ¿podría hacerle unas preguntas?

Seara se volvió hacia mí, tal vez sorprendido de que no fuese una estatua de sal y realmente me hubiese aventurado a dirigirle la palabra en medio de una discusión conyugal. Como fuera, y al cerciorarse de mi uniforme, no hubo hostilidad en su tono cuando inquirió:

—¿Acerca de qué?, ¿no estará Taboada pensando en adquirir uno de estos para hacer la patrulla? Yo no soy de juzgar, pero no sé si convendría llevar algo tan llamativo por los montes.

—No, no es por él —confirmé—. No creo que pudiéramos vivir tranquilos en el cuartel sabiendo que tenemos tal vehículo en custodia.

Por mucha admiración que despertaran, seguro que se correría la voz y el coche se convertiría en el siguiente objeto deseado para la delincuencia de la zona.

Y descontando el hecho de que tampoco hubiese tanta criminalidad por aquellos parajes, ¿quién lidiaría con el teniente en ese supuesto? El susodicho ya se ponía ansioso cuando debía mantener encerrado a alguien en el calabozo por más de un día, no querría yo imaginarme el humor que tendría habiendo de custodiar tan valioso objeto.

—¿Estás interesado en el coche para uso personal, entonces? —continuó Seara, ajeno a mi hilo de pensamientos.

—Oh no, yo no conduzco. Aunque bien que preferiría aprender antes que tener que volver a lidiar con un caballo o similares para desplazarme —Tratar con animales no era mi punto fuerte y Seara rio a gusto al pensarlo, por lo que le dejé terminar antes de reencaminar la conversación hacia donde quería—. No, en realidad me pasaba a preguntar por la noche del veintiuno, por si había visto a Joaquín salir de casa esa noche.

—Lo vi, sí, aunque muy brevemente —Seara pareció un tanto distraído, como si buscara las palabras adecuadas para expresar lo que presenció, evidentemente sin augurar que iba a ser este tema de lo que acabasen hablando—. Creo que fueron pasadas las diez... Ya era tarde, pero no tanto como para estar en la cama. Joaquín salió de su casa y anduvo hacia la carretera principal.

El portador de la cruzDonde viven las historias. Descúbrelo ahora