1 de noviembre, 1921
Aquella tercera noche de mi maldición fue extraña. Bastante más extraña que las últimas cuarenta y ocho horas, por el simple hecho de que, a diferencia de mis anteriores escapadas nocturnas, en esta ocasión sí fui capaz de recordar vagamente qué fue lo que sucedió durante gran parte de la velada.
No es que mi cerebro hubiese aprovechado esa adrenalina de los últimos días para mantenerme más alerta que de costumbre, ni tampoco que las escasas horas que pude descansar en mi casa me hubieran servido para levantarme fresco como una rosa, con todos los sentidos preparados para la procesión que se avecinaba.
No, lo de esa noche fue más bien como un sueño quedo. Como esa sensación de no haberte quedado dormido del todo, pero tampoco disponer de cada sentido para enterarte de cada pequeña cosa que sucedía a tu alrededor. Quizás podría equipararse a una especie de sonambulismo, con el añadido de que, pese a no tener claro dónde estaba por momentos, sí resultaba plenamente consciente de que me estaba moviendo debido a la Santa.
Con la cruz en mano, mi primer recuerdo nítido de aquella noche había sido el arribar al cruceiro más próximo, con el sonido de unos pasos pisándome los talones, a una distancia lo bastante próxima como para sentirme protegido: No, la procesión de almas todavía no había hecho su aparición, y tampoco yo me había dado la vuelta para comprobar lo que suponía, pero estaba seguro de que Leandro cumplió su palabra de acompañarme.
No sé lo que hizo cuando la procesión se hizo presente, si les vio aparecer en la distancia o si vio cómo se materializaban de súbito frente a mí.
En todo caso, lo siguiente que tocaba era el paseo habitual a través de caminos desiertos y campos envueltos en la penumbra. ¿Había algún alma que recoger o acaso esto era una tortura destinada a perdurar, pasándola de mortal en mortal, sin un fin en el horizonte? Las palabras tranquilizadoras de Lúa, de que la procesión no tendía a pasar más de un par de semanas en un mismo lugar, se me venían a la cabeza de vez en cuando. Aunque no lo suficiente como para que se quedasen, cumpliendo su misión de apaciguarme, por más de unos cuantos minutos.
No, la Santa no tenía un fin malévolo per se. Pero, a veces, y quizás desde mi perspectiva como portador de la cruz, sí parecía que lo tenía.
Esa noche me vi acercándome de nuevo a la Ribeira con esa comparsa, muy probablemente haciendo el mismo recorrido que Joaquín realizó antes de morir, pues por aquellas angostas montañas sólo había un camino principal por el que atravesar los viñedos. ¿Sería posible que mi fin llegase antes de la hora prevista? Porque la posibilidad de tropezar y despeñarme seguía ahí.
Y, para ser franco, si Joaquín había sido víctima de un despeñamiento accidental —como Taboada y el doctor, e inclusive medio pueblo insistían en asegurar— o alguien se le había acercado y empujado aprovechando su debilidad, era algo que no planeaba comprobar en carne propia.
Por fortuna para mí, la maldición seguía teniéndome bien amarrado, obligándome a dar un paso después del otro, sin permitir que me desviase ni un milímetro del sendero que debía atravesar, como si todavía tuviese una última tarea que cumplir antes de poder optar a mi tan merecido descanso.
No podía resbalar, primero porque la Santa tenía perfecto control sobre mí. Y, segundo, porque sentía la presencia de Leandro muy cerca de mí, acompañándome en todo momento.
Durante varias horas atravesamos la montaña, los viñedos y, cuando vine a percatarme, me figuré que la posibilidad de tomar una mala caída se iba reduciendo por sí sola, sin intervención de nadie. Porque, lejos de estar subiendo otra de las numerosas montañas que rodeaban esos valles, lo que estábamos haciendo era seguir el camino que nos llevaba al río, cada vez más y más abajo, hasta llegar cerca de la orilla.
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El portador de la cruz
Ficción históricaFinales de octubre, 1921. Temprano, una mañana de espesa niebla, un cadáver es encontrado en mitad de los viñedos. El rígor mortis indica que lleva muerto varias horas y, tras una breve inspección de sus heridas, la conclusión unánime parece ser qu...