29 de octubre, 1921
Dejé que pasaran unos cuantos días antes de apersonarme en el hogar de doña Herminia. Ya no sólo por la cantidad de trabajo que el teniente pudiera tener preparado para mí, sino por la distancia que había entre la propiedad de los Malvedo —que este era el apellido familiar de esta gente— y la mía.
Después de todo, la casa que alguna vez perteneció a mis abuelos se vendió años atrás, poco después de que ambos fallecieran. En ese entonces todos los hijos vivían ya en la ciudad y, habiéndose establecido en sus respectivos empleos, nadie pensaba volver a la aldea. Así que, cuando este año se estableció que yo sería destinado a este lugar, me vi obligado a rentar una pequeña casita a un extremo del pueblo donde se levantaba el edificio que nos servía de cuartel.
Doña Herminia y los suyos no vivían en esa aldea.
No, su propiedad se encontraba bastante más cerca de la Ribera, en una villa situada en lo alto de unos peñascos, medio escondida en los bosques pero no tan próxima a los viñedos. Era, pasa ser preciso, el pueblo que más alto se hallaba respecto al nivel del río. Y, como tal, tenía unas vistas increíbles de cada parcela y camino que se extendían por kilómetros y kilómetros hacia abajo. En los días soleados, uno podía incluso divisar a la perfección la desembocadura del río en su afluente más conocido.
Este lugar podría considerarse, pues, el paraíso de alguien que no sufriese de vértigo.
Ya que, por impresionantes que fueran las vistas, ello no quitaba que se ubicaba en el borde de una montaña. Que pese a no haber barrancos en sí, las explanadas eran empinadas y los caminos tan serpenteantes como estrechos. Con la carretera principal tan cerca, no existía peligro perderse siquiera en las horas más intempestivas. Pero bastaba con caminar unas cuantas docenas de metros en dirección al río para salir del rango de las farolas y quedar atrapado en la negrura.
Yo, en ese sentido, no tenía problema: Pese a que me separaban unos buenos tres kilómetros desde mi casa a la de doña Herminia, teniendo que atajar por zona de viñedos para que la distancia no se convirtiese en casi el doble, hice la caminata durante el día.
No poseía corcel ni vehículo propio, pero en esas semanas ya me había acostumbrado a patrullar por los pueblos que conformaban nuestro ayuntamiento a pie. Mi jefe me animaba a ello, hasta cuando no estaba de servicio, pues era de los que consideraba que nunca estaba de más patrullar por nuestros dominios para tener la constante certeza de que todo siguiera en orden. Y de ahí que me resultase natural el darme ese paseo por mi cuenta, sin necesidad de que nadie me llevara.
La lluvia había amainado y, aunque los cielos continuaban grises, esa tarde de sábado no se veía ni rastro de niebla. La luz del sol parecía querer asomarse por entre las nubes a cada tanto, y yo volvía a sentirme seguro vagando por aquellos bosques.
Sin adentrarme en los viñedos, me mantuve siempre en el camino principal que más adelante desembocaría en la aldea a la que me dirigía, deteniéndome sólo de vez en cuando para saludar a algunos trabajadores que, con su buen humor usual, estaban encantados de dejar de faenar en sus respectivas parcelas durante unos minutos con la feble excusa de charlar conmigo sobre cualquier tema de escasa importancia.
Acudí sin compañía, pero considerando lo anterior, no me sentía solo. Ni siquiera precisaba llevar conmigo linterna, por razones obvias.
Alrededor de las cuatro de la tarde, alcancé la vivienda de doña Herminia. No necesité ni llamar a la puerta, pues me estaban esperando. Habiéndome visto venir desde que entré a la plazoleta que comunicaba con su propiedad, varios de los parientes de la señora salieron a recibirme.
Los Malvedo eran una familia extensa, he de decir.
Doña Herminia tenía seis hijos, cuatro de los cuales hacía décadas que se habían emancipado e ido a vivir, si no a otras viviendas del mismo ayuntamiento, a alguna ciudad próxima. Los dos que restaban se quedaron con sus padres. Una nunca se casó, el otro sí lo hizo, pero decidió permanecer en la casa familiar para mantenerse cerca de sus progenitores y ayudar a su hermana a cuidarles en su avanzada edad.
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El portador de la cruz
Historical FictionFinales de octubre, 1921. Temprano, una mañana de espesa niebla, un cadáver es encontrado en mitad de los viñedos. El rígor mortis indica que lleva muerto varias horas y, tras una breve inspección de sus heridas, la conclusión unánime parece ser qu...