Después de diez días, resultaba claro que no encontraría ningún rastro evidente de que Joaquín hubiera pasado por allí. Pero tenía que intentarlo.
Por eso le pedí a Seara el favor de acercarme hasta el punto exacto en el que abandonó a su vecino aquella noche, aprovechando que el susodicho estaba por la labor y que la aldea a la que luego habría de acudir para hablar con los compañeros de trabajo de Joaquín me quedaría de camino.
Seara cumplió mi petición sin hacer preguntas, quizás dando por sentado que Taboada me mandaba unas asignaciones un tanto extrañas a falta de nada mejor que hacer en el cuartel. Y, después, se marchó no sin antes advertirme que no me quedara mucho por allí, que al último que dejó en ese mismo punto acabó en una zanja.
Fue una broma macabra de la que se arrepintió nada más pronunciarla. No por miedo al castigo divino, sino por temor a las represalias terrenales si es que alguna vez su esposa llegara a enterarse de que había hablado así de un fallecido. Y de uno que vivía tan cerca de casa, encima.
Como fuera, no le di mucha importancia. Dejé que Seara se disculpara y marchara, aguardando a perder por fin el coche de vista antes de volverme a analizar el claro donde me encontraba.
Ya había estado aquí antes, esa misma mañana, para ser concreto. Y es que entonces, en mi incómodo despertar, apenas me había fijado en el cruceiro que separaba el camino de Valverde con otros dos senderos secundarios.
Sí, aquí era donde Leandro me encontró. No me cabía duda.
Para mí resultaba la segunda vez que amanecía, después de una excursión indeseada con la procesión, junto a un cruceiro. Y no podía evitar preguntarme, ¿por qué Joaquín había escogido esto como punto de reunión? Suponiendo que él también estuviera bajo el embrujo de la Santa, también había comprobado yo en mis propias carnes que no importaba mucho dónde estuviese uno en el momento en el que la procesión se alzaba: si eras requerido para portar la cruz, acabarías yendo, si bien involuntariamente, hacia donde se te ordenara.
Daba igual que el punto de reunión fuese un cruceiro, la aldea más próxima o el medio del monte. Las ánimas en pena no parecían tomar esto en cuenta.
Según Seara, él dejó a Joaquín allí, junto al cruceiro, y se fue.
Joaquín, con su farol en una mano y dando la espalda al cruceiro le siguió con la mirada hasta perderle de vista, sin moverse ni un milímetro. Esto lo supe porque, estando la capilla de San Amaro tan cerca, quise preguntarle a Seara si había visto a Joaquín hacer amago de ir en esa dirección en cuanto salió del coche. A lo que obtuve una respuesta negativa.
O bien Joaquín se quedó parado en este cruce de caminos —esperando a alguien o no—, o aguardó a que su vecino le dejase a solas para partir en alguna dirección.
¿Quién hubiese partido de inmediato hacia la Ribera? No, eso no tenía mucho sentido. Si de veras estuviese interesado en surcar aquellos montes podría haberle pedido a Seara que le dejase un poco más adelante en el camino, en la última aldea antes de perderse en la negrura de aquellas montañas.
Resultaba más plausible creer que, por la razón que fuese, Joaquín necesitaba realizar una parada aquí antes de que la Santa le reclamase para hacer su particular camino.
¿Y qué podría haberle convencido para acudir a este lugar en concreto? Existían dos opciones. La primera, y que no me convencía mucho, era por la presencia de ese cruceiro que tan bien hacía su función como punto de referencia al haberse levantado en esa parte del camino de Valverde. Y es que, cualquiera que estuviese al tanto de los nombres de esos montes, si se le mencionaba el cruceiro sabría el punto exacto donde habría de reunirse con Joaquín.
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El portador de la cruz
Narrativa StoricaFinales de octubre, 1921. Temprano, una mañana de espesa niebla, un cadáver es encontrado en mitad de los viñedos. El rígor mortis indica que lleva muerto varias horas y, tras una breve inspección de sus heridas, la conclusión unánime parece ser qu...