Capítulo 9

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Debí pasarme el resto de la mañana y buena parte de la tarde enfrascado en las historias que una vez estudió aquel viejo párroco cuya época ya no coincidía con la mía, a tal punto que la única ocasión en la que me levanté de mi asiento fue para agenciarme algo de comida, de modo que pudiese almorzar mientras seguía consumiendo capítulo tras capítulo de aquella guía.

Los descubrimientos que hice en este periodo se dividieron en dos partes distintivas.

Por un lado confirmé e inclusive ahondé en lo que don Aurelio había mencionado sobre que la Santa también estaba muy presente en otras partes de Europa. Los nombres y la forma de captar a sus víctimas variaban un poco según la zona en la que se ambientase la leyenda, pero la esencia era siempre la misma.

La procesión centraba sus esfuerzos en dar con las almas pertenecientes a los mortales a punto de fallecer pero, si es que se encontraban a algún humano vivo y perfectamente saludable en su camino, ello no implicaba que le fuesen a dejar ir como si nada.

La cuestión era, ¿había alguna manera de contrarrestarlo? ¿De veras se podía huir de Orcavella, como la llamaban en algunas zonas de la propia Galicia? El libro daba varias sugerencias en cuanto a esto. Desde llevar siempre un bote de sal encima para ahuyentar a los malos espíritus hasta dibujar un pentáculo en el suelo y situarse sobre él, en cuanto se tuviese a la Santa a la vista. Pasando por el implausible caso de tener un amuleto de protección bendecido hasta el sabio y antiquísimo consejo de no salir de casa una vez oscurece. Pues, si bien la Santa parecía ser capaz de viajar a través de regiones y países enteros, siempre tenía la cortesía de no irrumpir en casa de mortales a no ser que estos fueran esos moribundos a los que en principio vinieron a buscar.

Algunas de estas sugerencias ya las había escuchado antes de la mano de algún conocido. Otras eran completamente nuevas, aunque no por ello me sonaban menos excéntricas.

El punto aquí era que todavía había algo que me inquietaba más que el hecho de que la Santa existiera. Si no había entendido mal, todos los métodos que aquí se sugerían para librarse de lo sobrenatural se centraban en mortales a los que todavía no alcanzó maldición alguna.

¿Pero qué pasaba con aquellos que ya estaban bajo el embrujo? ¿Acaso la única solución que tenía era la de proporcionar un nuevo sacrificio para que se hiciera cargo de la cruz?

Continué buscando hasta que no me quedaron fuerzas y debí quedarme dormido en ese mismo asiento, pues para cuando recobré la consciencia todavía me hallaba con el libro abierto ante mí, el almuerzo inacabado a un lado y un dolor de espalda por el que me aventuraba a pensar que ya había pasado buena parte de la tarde en esa posición.

Lo que me despertó, a propósito de esto, no fue sino el sonido de alguien llamando a mi puerta quedamente, como si hubiese intuido que me había quedado traspuesto y quisiese hacer el menor ruido posible.

De inmediato pensé en Leandro pero, echando un vistazo al reloj de pared que colgaba en una esquina del cuartucho, lo descarté. Todavía era temprano y, tratándose de una emergencia como esto podría considerarse, no creía que fuese a quedarse en la puerta esperando cuando ésta se hallaba abierta, sin haberle pasado el pestillo.

Mis sospechas se hicieron realidad cuando al abrir la portezuela de entrada me topé cara a cara con uno de mis vecinos: Sabino Peña era otro de los tantos ganaderos que habitaban por la zona.

—¿Puedo pasar un momento? —inquirió y, quizás notando que dudaba, añadió—. Es sobre Joaquín.

Aquello definitivamente era una sorpresa. ¿Qué podría tener que decir sobre el hombre muerto? Ya había hablado con este individuo en días previos, en una visita de rutina a su vecindario, y aparte de las típicas respuestas sobre que sentían mucho el fallecimiento de un miembro tan querido de su comunidad, no logré sonsacarle nada que pudiera hacerme avanzar con la investigación.

El portador de la cruzDonde viven las historias. Descúbrelo ahora