6. Perseidas y caballeros

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A las cinco de la mañana de aquella calurosa noche, Porter Davies se encontraba paseando inquieto por el muelle número tres de Daleth. Este se encontraba situado en la orilla sur del Kent, como todas las zonas de carga y descarga de la ciudad. En un momento dado, su vista se detuvo en la orilla contraria, donde brillaban las luces de establecimientos caros y barcos-restaurante de lujo bajo la eterna sombra protectora de las torres empresariales. Bufó y escupió hacia el agua, como enviando una muda señal a todos aquellos esnobs acomodados, mientras retomaba su paseo y miraba su reloj de bolsillo con impaciencia. La lancha no había llegado aún. Por suerte, los que debían recoger el pedido tampoco...

Un silbido agudo y corto frenó en seco sus pasos en ese instante, haciéndole maldecir.

«Mierda. ¿Dónde está ese maldito cargamento?», rezongó con una desazón no exenta de miedo, mientras se giraba y encaraba a los recién llegados.

Eran tres, dos hombres y una mujer de diferentes etnias, pero todos de constitución musculosa debajo de las sudaderas y los pantalones amplios. Las cabezas de los tres, sin excepción, estaban tapadas por grandes capuchas que ocultaban sus rostros. Porter resopló. Para su alivio, en ese instante se escuchó el tenue, aunque inconfundible sonido de una lancha aproximándose a su posición.

—Ya era hora —refunfuñó el intermediario cuando los tres llegaron a su altura.

Allí escondidos entre contenedores varios, que no recogerían hasta mínimo un par de horas después, los reunidos tenían privacidad para realizar el intercambio a salvo de miradas indiscretas. Sin embargo, también los recién llegados parecían nerviosos por acabar y así lo demostró la ronca risa de uno de ellos, la mujer.

—Aquí se llega cuando se puede, pardillo —lo insultó, sin miramientos, antes de hacer una seña con la cabeza hacia la lancha.

Porter, tragándose una respuesta bastante grosera ante aquella desfachatez, optó por ayudar a la lancha a atracar. Desde el fondo de esta, alguien lanzó una soga gruesa y Porter la ató, con pericia de marinero, a un gigantesco amarradero cercano. Sin embargo, antes de que pudieran pasarle el primer paquete, se escuchó un disparo junto al agua.

No fue un estruendo intenso, ya que la pistola llevaba con toda probabilidad un silenciador; pero fue suficiente como para que Porter y los tres recién llegados retrocedieran de un salto, alerta. El conductor de la lancha, por su parte, cayó como un fardo sobre los mandos, con la cabeza horadada por una bala. Su asesino, una figura aún oculta entre las sombras de la propia lancha, se limitó a cogerlo por la espalda del chaquetón de navegación y arrojarlo al agua sin miramientos. Antes de apuntar, o eso intuía Porter, el arma hacia ellos.

Como si fuera un mudo aviso de muerte, el intermediario retrocedió otro par de pasos; sin embargo, sus acompañantes lo ignoraron al tiempo que sacaban las pistolas y pegaban sus tres espaldas en un instante, sin saber a quién más se enfrentaban. Como un solo ente, avanzaron en el sentido del que habían venido mientras miraban en todas direcciones. Sin embargo, su huida se detuvo cuando una figura inmensa se interpuso en su camino; apuntándolos con dos pistolas que, en sus manos, parecían de juguete. Al mismo tiempo, otras tres sombras se asomaron por entre los contenedores, arma en mano. Los cuatro llevaban, a su vez, capuchas que ocultaban sus rasgos.

Por un instante, la tensión en el aire se pudo cortar con un cuchillo. Al menos, hasta que el que parecía el líder de los recién llegados se adelantó dos pasos más y, sin soltar su Five-seveN, se levantó la capucha.

Deadly Percival —siseó uno de los tres acorralados—. Tú...

Sin embargo, el otro se limitó a sonreír y apuntarlo con la pistola, lo que calló de golpe al encapuchado.

Baila Para Mí: porque todos nos merecemos una oportunidad para brillarDonde viven las historias. Descúbrelo ahora