15. Toma de contacto

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A la mañana siguiente, como suponía, Ban se levantó dolorido y de bastante peor humor de lo que esperaba. Después de la tarde-noche anterior, que el bailarín hubiera calificado como la mejor en muchos meses, la bruja de turno había hecho su aparición. Recordándole, muy a su pesar, que no era nada más que un juguete. Una marioneta al servicio de los poderosos. Un don nadie.

—Malditos sean todos los Altos, joder —refunfuñó, antes de abrir el grifo de la ducha.

Cuando el agua comenzó a caer sobre su cabeza, cubriéndolo entero unos segundos después, Ban reprimió apenas un gemido de alivio. Acto seguido, el joven abrió la boca al máximo y recogió toda el agua que pudo, enjuagándose y escupiéndola casi de inmediato. Era como si aquel sencillo ritual del agua corriendo sobre su cuerpo se llevase todo el asco que sentía hacia sí mismo... y hacia su torturadora particular.

Meredith. Por mucho que lo pensara, el joven no recordaba haber odiado a nadie tanto como a ella en todos sus años de esclavitud. Y no era porque algunos de los ya difuntos consejeros de Goliath Fairmont no lo hubiesen obligado a hacer cosas muy denigrantes en el último lustro. En general, el consejo de administración de esa familia era como una banda de niños mimados a los que el joven heredero industrial hacía... "concesiones", de vez en cuando. Y una de ellas consistía en dejar que estos usaran a los deudores como entretenimiento erótico y sexual.

La prostitución, como muchas otras cosas, era un negocio ilegal y muy castigado por la ley de Nueva Britania, tanto el hecho de ejercerla como el proxenetismo. Pero Ban había asumido, más desde su primera paliza por negarse, que aquello también era parte de su trato con Goliath. Sin embargo, este jamás le había exigido estar con él. Salvo contadas ocasiones, el joven magnate apenas se movía de su sede en la Zona Alta. Según él mismo, verse obligado a hacer lo que otros quisieran era suficiente castigo para Ban.

Aun así, desde hacía un tiempo y más o menos desde la desaparición de Gabaldon, el último consejero en fallecer, Meredith era de las pocas que se ocupaba de que su sumisión se mantuviera en su sitio. Terri, Manuel y Dolor, los que lo habían atrapado aquella maldita vez, apenas tenían contacto con él. De hecho, Dolor prefería la fragilidad de Deirdre antes que tocar a alguien como Ban, al menos en el plano íntimo. Nada que ver con las veces que el joven se había ganado una paliza por desobediencia: desde luego, ahí el matón sabía justo dónde dar para que doliera durante mucho tiempo, te rompiese algo o no.

El caso de Samael, en cambio, era diferente. Si Ban no recordaba mal, el alto cuarentón de pelo cano había entrado al servicio de Goliath tres años atrás. Casi de inmediato, había posado los ojos en él. Sin embargo, aunque a veces era bastante excéntrico, también era el más respetuoso con él a la hora de pedirle según qué cosas. Y tampoco escondía que era homosexual. De hecho, en ocasiones Ban había llegado a pensar que a Samael le importaba de verdad. Al menos, antes de arrojarlo sobre la cama y penetrarlo sin demasiados miramientos. Así, Ban terminó asumiendo sus atenciones como otro suplicio más, fuera por atracción o por morbo, y no como una oportunidad de escapar con alguien que parecía apreciarlo.

Por el contrario, la bruja de pelo desteñido sí que era una dominante de manual. Aparte de su fulgurante carrera en los negocios, en secreto le encantaba llevar a jóvenes inocentes e inexpertos a su apartamento, fueran del estrato social y del sexo que fuesen. Aunque, en el caso de Ban, solía ser ella la que aparecía por su piso sin avisar, como había sucedido la noche anterior. Además, casi siempre aprovechaba cuando Samael estaba fuera, cosa que disgustaba aún más a Ban.

Gracias al cielo, al menos esta vez no se había propasado con él y solo le había exigido lo habitual: darle placer a ella mientras él permanecía atado de pies y manos. Si a ella no le gustaba, lo azotaba con su fusta en la cara y en la espalda hasta conseguir el objetivo deseado. Después, según el día, Meredith decidía penetrarlo con un strap-on o lo ataba a la cama y se masturbaba encima de él. Todo ello mientras lo obligaba a tener su propia erección mediante anillos y vibradores y nunca lo dejaba llegar a su propio orgasmo. Con todo aquello, Ban casi empezaba a olvidar lo que suponía estar con el otro sexo de forma normal; pero era consciente de que, de momento, era lo único que le permitía mantenerse con vida.

Baila Para Mí: porque todos nos merecemos una oportunidad para brillarDonde viven las historias. Descúbrelo ahora