Herejes (Final)

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Cada hora que pasaba se sentía como si le clavaran agujas en la piel en el interminable tictac de los segundos. Esperar era una tortura. Aunque Miguel sabía que tus días fértiles estaban abiertos, era ese día específico en tu reloj biológico el que esperaba como agua de mayo. Pero ¿lo aceptarías?

¿Y si no querías tener hijos? ¿Y si no te escapabas con él? ¿Y si...?

No.

Con una respiración profunda y una resolución firme, se frotó la cara y, por hipócritas que fueran sus oraciones, pidió sabiduría en sus palabras, para poder convencerlo de que dejara esa pretensión de una vez por todas.

El collar blanco alrededor de su cuello se había convertido en su prisión, había estado viviendo la carga de una mentira por más tiempo del que debería recordar, y ahora era el momento de liberarse de esa subyugación, nada lo detendría de seguir la orden del señor de procrear.

Él estaba allí para llenar la faz de la tierra y gobernarla, después de todo. Y las órdenes del Señor eran sus deseos. Y tú serías su Eva. Su ayuda ideal. Suya.

Su mente reprodujo el aroma de tu piel en sus sentidos, y su boca se hizo agua, sus venas bombearon con necesidad y sus ojos se cerraron mientras su boca emitía un gemido silencioso al recordar tu sabor.

¿Sabrías aún más dulce en esos días? ¿Tus entrañas lo ahogarían? Porque si así era, moriríamás que feliz. Su polla asintió con un ligero espasmo, con la necesidad de ser enterrada en tu deliciosa perdición.

Discretamente, se dio un apretón para dominar sus propios impulsos mientras intentaba escuchar lo mejor que podía los ridículos pecados de los feligreses. Robar una hogaza de pan, mirar una imagen de manera sugerente, no rezar cuando deberían, fantasear con poseer algo, incluso se arrepentían de haber dicho una mala palabra al imbécil que tenían por vecino.

¿Qué clase de vida era ésa? ¿Qué clase de pecados eran ésos? Estaba decepcionado. Pero si pudiera, él les enseñaría cuáles eran los verdaderos pecados. El lobo ya no podía esconderse más dentro de la piel de la oveja. Se había vuelto demasiado grande y feroz para encajar en un molde tan manso e inocente.

Con un suspiro, le ordenó al estúpido ladrón de pan que rezara, después de pronunciar una oración de absolución también por él. Y después de que se fue, Miguel salió del confesionario y se dirigió a su residencia.

El aire sopló suavemente sobre su piel, refrescando su temperatura ascendente. El trigo y la hierba recién cortada llenaron sus pulmones mientras se acercaba a su casa. Pero un soplo de algo tan familiar y apetitoso que le hizo apretar las entrañas, lo hizo girar la cabeza hacia el árbol en lo alto de la pequeña colina del lugar. Tú.

Sentada entre las raíces del manzano, seleccionando las legumbres para la cena. Tenías el ceño fruncido por la concentración, plasmado en tu rostro beatífico.

La imagen repentina de tí bajo él, gimiendo su nombre ,le hizo tragar saliva. Y con fuerza. Y como Sor Leanne estaba de viaje de negocios con el resto, era hora de dar el primer paso.

Se giró en tu dirección y caminó hacia ti, oscureciendo aún más tu figura con su altura. Y cuando esos ojos que había fantaseado ver, rodando del placer lo miraron, su mirada se suavizó.

El tuyo, sin embargo, se volvió cauteloso, temeroso e inseguro.

—¿Puedo sentarme?

Pero a pesar de que los restos del miedo de esos azotes en público se apoderaban de ti, tus piernas se metieron debajo de tus muslos para dejarle algo de espacio y él pudiera sentarse.

MIGUELVERSEDonde viven las historias. Descúbrelo ahora