Los recuerdos del porvenir

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Hace cuatro años...

Desgraciadamente, no es la alarma la que me despierta como todos los días, sino el maldito perro de la vecina, Otis. A ese perro le da por ladrar a las cinco de la mañana todos los días y, con mucha suerte, se queda dormido y no ladra hasta las seis, cuando el sol ya ha empezado a salir en Weston.

Hoy ha sido ese día de suerte en el que el sol se levanta conmigo y puedo disfrutar del amanecer que se ve desde mi ventana. Me estiro sobre la cama y dejo que los primeros rayos de luz solar iluminen mi habitación. Unos minutos después, me levanto y ando hacia mi armario para elegir la ropa, pero no sin antes ver la temperatura para el día.

La temperatura máxima son treinta y dos grados, así que me decido por unos pantalones cortos y una camiseta de tirantes morada, acompañado de mis queridas zapatillas negras. Me recojo el pelo con una pinza y me maquillo un poco, pero nada desmesurado para que no se me derrita con el calor de Florida. Organizo un poco la habitación y salgo por la puerta bostezando por décima vez desde que me he despertado.

Paso por la puerta de la habitación de Ava, mi hermana, y mi cuñado, que está en completo silencio, así que intuyo que siguen durmiendo. Bajo las escaleras, siguiendo el sonido de las sartenes y los platos en la cocina. Cuando llego al salón, encuentro a mi madre dándole de comer a mi sobrina Avery, que sonríe cuando me ve y levanta sus pequeños bracitos de bebé de siete meses.

—Buenos días— le digo dejando que me agarre el dedo con sus pequeñas manos.

Miro a mi madre, quien se peina su pelo corto con los dedos y le acerca otra cucharada de papilla, que Avery acepta encantada sin parar de mirarme con los mismos ojos azules que ha heredado de su padre y sonreír enseñando el inicio de los dientes inferiores.

—¿Piensas desayunar en algún momento o vas a quedarte mirando a tu sobrina toda la mañana?—me pregunta mi madre.

Marie Carter, de cincuenta y un años, quien cada mañana tiene peor despertar que el día anterior. Se despierta siempre a las cinco y media de la mañana, justo cuando Morgan, mi padre, se ha ido a trabajar. Desde que nació Avery, ella es quien le da el desayuno y la cuida un rato para que mi hermana y Mike duerman un rato más antes de irse a trabajar. Yo intento ayudarla vigilando a Avery un rato para que ella pueda preparar el desayuno y limpiar la casa.

—Si—contesto sin prestarle mucha atención—, pero nada abundante porque desde la pizza que cenamos anoche, estoy al borde del vómito.

Dejo a Avery y me desplazo hacia la cocina y agarro una barrita de granola que, junto con un café, creo que me mantendrán saciada hasta el almuerzo, que meto en la mochila de camino hacia la puerta.

— Vendrás a comer después del instituto, ¿verdad?— me pregunta mi madre esperando en la puerta de casa con Avery en los brazos, que se chupa el dedo distraídamente.

—Creo que si—respondo poniéndome los zapatos en el suelo—. Si salimos muy tarde, seguramente comeré hamburguesas con Leila y Jade. 

Cojo las llaves de mi coche, me despido de ellas con un simple <<adiós>> y cierro la puerta sin mirar atrás. Abro el coche y enciendo el aire acondicionado para refrescar el interior después de haberse pasado toda la noche en la calle. Coloco la mochila en el asiento del copiloto y conduzco tranquila hasta el instituto. Al llegar, aparco junto a los otros coches y camino hacia la puerta principal, donde me esperan Jade y Leila, armadas con sus mochilas y unas grandes carpetas donde llevaran algunos de sus dibujos para clase.

—Buenos días— las saludo esbonzando una sonrisa de forma automática.

—¿Es qué tienen algo de buenos?—Leila con su constante humor negativo se da la vuelta y comienza a andar por el pasillo—. Es simplemente otro día más a la espera de una muerte próxima.

Cuando nos volvamos a verDonde viven las historias. Descúbrelo ahora