No todos los recuerdos son tan agradables como dicen

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Hace 5 años

—¡Que cojas bien la curva, joder!

Es la décimo quinta vez que mi padre me chilla al oído desde que hemos empezado a practicar con mi nuevo coche. La trigésimo segunda palabrota que dice y la octava vez que me toca el volante mientras estoy conduciendo.

—¡¿Es que no te han enseñado a conducir en esa autoescuela de pacotilla?!— grita dándole un puñetazo al salpicadero, con el que yo me encojo—. Gira a la derecha en dirección al centro comercial.

—¿Pero para que vamos a ir al centro comercial ahora?—pregunto, todavía tensa con los ojos puestos en la carretera—. Son casi las nueve de la mañana. No hay nada abierto.

Noto la mirada de mi padre clavada en mi, que hace que se me ponga hasta el último pelo de punta.

—Parece ser que la poca inteligencia que tienes la has sacado de tu madre—comenta, apoyando el brazo en la ventana—. Vas a aprender a aparcar.

No comento nada más hasta que llegamos al centro comercial. Bajo la cuesta lentamente y me dirijo a la zona menos concurrida en el aparcamiento a estas horas. No he contado más de veinte coches.

—Me voy a bajar del coche y quiero que hagas exactamente lo que yo te diga, ¿lo has entendido?

Asiento con todas mis fuerzas, pero no abro la boca por miedo a que escuche como me tiembla la voz.

—Quiero que aparques entre los dos coches que hay allí.

Giro la cabeza en dirección a los dos coches negros que se encuentran en una esquina del aparcamiento, mi padre llega caminando en un santiamén y yo conduzco lentamente hasta llegar al espacio que hay entre ellos.

—Bien, ¿ahora que haces?—pregunta mi padre cruzándose de brazos.

Lo miro llena de confusión.

—¿Cómo que que hago?

Las cejas de mi padre se juntan en un gesto claro de molestia y enfado. Se acerca caminando hasta la ventana del copiloto y apoya las manos para mirarme.

—No hay mucho que entender, así que tienes que pensar por ti misma.

Y con eso, se aleja del coche y se cruza de brazos mientras me mira fijamente. Comienzo a pensar en los movimientos y acciones que tengo que hacer con el coche para poder encajarlo entre los otros dos si chocarme con ellos. Contemplo el espacio y planteo unas mil maniobras para llevar a cabo.

 —¡Niña, tardas mucho, joder!— chilla mi padre, haciendo que pise el freno en un movimiento involuntario—. ¿Se puede saber que coño haces? ¿Es que quieres romper el coche que tanto nos ha costado comprar?

—No—respondo con el enorme nudo que me aprieta la garganta ahogándome hasta dejarme casi sin aire.

—¡Pues conduce! ¡Que yo sepa la cabeza la tienes para más cosas que para ponerte sombreros!— su voz hace eco en todo el aparcamiento y diviso algunas miradas curiosas desde la puerta del centro comercial.

Vuelvo a intentar aparcar dando marcha atrás, pero sin ningún éxito.

—¿Qué pasa ahora?

Giro la cabeza y lo miro desde mi asiento, con la mano temblando sobre la palanca.

—No sé que hacer.

Una risa irónica sale de su boca y me pone la piel de gallina.

—¿Qué no sabes que hacer?

—No.

—¿Y tienes el valor de responderme?— eleva el tono de voz a medida que se acerca al coche.

No digo nada más por miedo a su reacción.

—¿Y ahora no abres la puta boca?—se nota que tiembla de la rabia desde aquí—. ¿Sabes? A veces la tienes demasiado abierta.

Rompo el contacto visual con él para que no vea que se me empiezan a nublar los ojos. Intento controlar mi respiración para que no se dé cuenta de que, también, el corazón me late en la cabeza.

—¿Ya estás llorando?

Mierda.

—No— intento que no me tiemble la voz, pero no lo consigo y me sale una octava más aguda de lo normal.

Abre la puerta, se sienta a mi lado y cierra con toda la fuerza que tiene. El coche tiembla conmigo y me estremezco con el gran estruendo que hace la puerta.

—Sabes que no me gusta que llores por gilipolleces sin sentido— su voz suena grave y dura a centímetros de mi oreja—. No eres una maldita niña, joder, eres una mujer. No sé que te quedará cuando seas unos años mayor y la vida no pare de darte ostias constantes.

—Te he dicho que no estoy llorando.

—¡Y yo te he dicho mil veces que no me gusta tu mierda de carácter!— explota como una bomba atómica—. Con ese comportamiento te vas a quedar sola toda tu vida. Nadie te va a querer. Ya puedes darle gracias a lo que sea que haya allí arriba que tenemos que quererte. ¡Sino estarías tirada en la calle desde tu primer minuto de vida!

No puedo contralar las lágrimas más y las dejo rodar libremente por mis mejillas. El cuerpo se me mueve en espasmos involuntarios y el pelo me cubre la cara lo suficiente para que no me vea herida por sus palabras.

—Y, ahora, nos vamos a casa—me dice agarrando mi muñeca con más fuerza de la debida, casi cortándome la circulación—. No puedo enseñarle a alguien que parece no querer aprender.

—Yo quiero aprender— le digo con el poco aire que entra en mis pulmones.

—¡No lo parece!— está completamente desquiciado—. Tu madre o Ava te ayudarán a partir de ahora. Yo no puedo trabajar con un caso perdido del que ni siquiera entiendo como tiene carnet de conducir. Probablemente te tiraste al profesor o lo sobornaste. Nos vamos a casa.

Sin rechistar por el hecho de que no llevamos ni treinta minutos en la carretera, comienzo a conducir hacia mi casa concentrada en no ahogarme con mi propias lágrimas. El ambiente es completamente sofocante y me asfixia con cada minuto que pasa. Mi padre no dice nada, solo aprieta los puños y resopla mirando por la ventana.

Cuando llegamos y aparco en pequeño aparcamiento del jardín, sale del coche y cierra con toda la fuerza que tiene en el cuerpo, haciendo que todo el coche tiemble como su hubiera un terremoto. Yo abro la puerta y me dejo caer sobre el cemento del suelo.

Me permito explotar y dejo que salgan los sollozos. Me limpio todas las lágrimas que caen veloces por mis mejillas con las manos, que me tiemblan de una manera preocupante.

—¡Dios mío! ¿Qué te ha hecho?

Mi hermana sale la casa y corre en mi dirección, así que la imagen que se ha encontrado habrá sido buena; sollozando, con los brazos agarrando mi cuerpo de romperse por los temblores involuntarios. Ava me agarra por los hombros y me levanta del suelo. Me envuelve en un abrazo cálido y yo me aferro a ella. Me fallan las piernas y nos sentamos las dos en el suelo.

—Erin, necesito que respires— me dice separándose de mi pero sin quitarme las manos de encima—. Necesito que cuentes conmigo hasta diez.

—No... puedo— el aire que me entra en los pulmones no es el suficiente para hablar.

—Si puedes— me intenta convencer—. Lo vamos a hacer juntas, ¿vale?

Yo asiento y cojo aire para poder hablar al mismo tiempo que cierro los ojos. Comenzamos a contar, lentamente y respirando entre números. Siento como la presión que sentía en la garganta y en el pecho se van disipando y el ritmo de mi corazón se ralentiza. 

Pasados unos largos minutos, abro los ojos y me encuentro con la expresión descompuesta de mi hermana.

—Erin ¿que ha pasado?— me pregunta soltándome.

—No puedo más. 

Cuando nos volvamos a verDonde viven las historias. Descúbrelo ahora