Capítulo 49

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Ninguno de los dos habló mucho en todo el día. De hecho, Enzo lo evitó constantemente. Eso, más que ningún otro detalle, lo hizo imaginarse cuál era la decisión que había tomado.

Matías tenía el corazón destrozado. ¿Cómo podía abandonarlo después de todo lo que habían pasado juntos? ¿Después de todo lo que habían compartido? No podía soportar la idea de perderlo. La vida sin él sería intolerable.

Al atardecer, lo encontró sentado en la mecedora del porche, contemplando el sol por última vez. Su rostro tenía una expresión tan dura que apenas si podía reconocer al hombre alegre que había llegado a amar tanto.

Cuando el silencio se hizo demasiado insoportable, le habló: — No quiero que me abandones. Quiero que te quedés acá, en mi época. Puedo cuidarte, Enzo. Tengo plata y te enseñaré todo lo que desees saber.

— No puedo quedarme — le contestó entre dientes —. ¿Es que no lo entiendes? Todos los que han estado cerca de mí alguna vez han sido castigados por los dioses: Pirro, Penélope, Calista, Atolycus. ¡Por Zeus! Saint acabó crucificado.

— Esta vez será diferente.

Se puso de pie y lo miró con dureza. — Tienes razón. Será diferente. No voy a quedarme aquí para ver cómo mueres por mi culpa.

Pasó por su lado y entró a la casa.

Matías apretó los puños, deseando estrangularlo. — ¡Sos un... terco!

¿Cómo podía ser tan insoportable?

En ese momento notó que el diamante del anillo de boda de su madre se le clavaba en la palma de la mano. La abrió y lo miró durante un buen rato. Estaba a punto de conseguir que el pasado dejara de atormentarlo. Por primera vez en su vida tenía un futuro en el que pensar. Un futuro que lo llenaba de felicidad. Y no estaba dispuesto a permitir que la necedad del griego lo echara todo por la borda.

Más decidido que nunca, abrió la puerta de la casa y sonrió maliciosamente. — No vas a liberarte de mí, Enzo de Macedonia. Puede que hayas vencido a los romanos, pero te aseguro que a mi lado son una chota.

Enzo estaba sentado en la sala, con su libro en el regazo. Pasaba la palma de la mano sobre la antigua inscripción, despreciándola más que nunca.

Cerró los ojos y recordó la noche que el castaño lo convocó. Recordó lo que se sentía cuando no tenía conciencia de su propia identidad. Cuando no era más que un simple esclavo sexual griego. Hacía mucho, mucho tiempo que se hallaba perdido en un lugar oscuro y temible, y Agustín lo había encontrado. Con su fortaleza y su bondad había conseguido desafiar lo peor que había en él y le había devuelto la humanidad. Solo ese ángel había percibido su corazón y había decidido que merecía la pena luchar por él.

Quédate a su lado.

¡Por los dioses!, qué fácil parecía. Qué sencillo. Pero no se atrevía. Ya había perdido a sus hijos. El terapeuta era el dueño de lo que le quedaba de corazón, y perderlo por culpa de su hermano... Sería lo más doloroso que jamás hubiera enfrentado. Hasta él tenía un punto débil. Ahora conocía el rostro y el nombre de la persona que podría hacerle caer de rodillas: Matías Recalt.

Tenía que apartarse de él para que estuviera a salvo.

Lo sintió entrar en la sala. Abrió los ojos y lo vio de pie, en el hueco de la puerta, mirándolo fijamente.

— Ojalá pudiese destruir esta cosa — gruñó al devolver el libro a la mesita.

— Después de esta noche no tendrás necesidad de hacerlo.

Sus palabras le dolieron. ¿Cómo podía hacer esto? No soportaba la idea de que alguien lo utilizara y acá estaba él, usándolo de igual manera que lo habían usado a él mismo tantas y tantas veces. — ¿Aún estás dispuesto a dejarme utilizar tu cuerpo para que pueda marcharme?

Esclavo ; MatienzoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora