La jornada de Yuan Chezhong

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Los primeros rayos de sol iluminaban los extensos campos de arroz ante él.

Durante esa primera interminable jornada, el ignorante de Yuan Chezhong demostró ser un completo inútil para las duras tareas del campo. Sus elegantes manos curtidas por la espada sangraban con cada manojo de arroz que intentaba cosechar torpemente. El lodo devoraba sus botas, haciéndolo resbalar una y otra vez. Más de una vez cayó de bruces embarrando su rostro en los charcos fangosos.

Cuando llegó la hora de arar, tomó el arado con arrogancia, creyendo que su fuerza sobrehumana le permitiría manejarlo sin problemas. Pero la tosca herramienta parecía cobrar vida propia, resistiéndose a los desesperados embates del joven cultivador y haciéndolo tropezar repetidamente.

Para el mediodía, con el implacable sol de agosto golpeando su nuca, Yuan Chezhong se desplomó extenuado, incapaz de continuar. Los campesinos, curtidos por generaciones de duro trabajo, lo miraban con una mezcla de lástima y desconcierto.

Al caer la noche, le indicaron un viejo cobertizo en el que podía guarecerse. Pero el suelo de tierra estaba plagado de bichos y el frío calaba hasta los huesos. Acostumbrado a la suntuosidad del palacio, le resultó imposible conciliar el sueño en ese inhóspito lugar.

Al amanecer, los músculos de Yuan Chezhong ardían por el esfuerzo del día anterior. Apenas logró ponerse de pie, tambaleante, para continuar con las extenuantes tareas. Para su humillación, hasta los niños manejaban las herramientas con más destreza que él.

Durante los siguientes días, la piel de sus manos acostumbradas a empuñar la espada se llenó de dolorosas ampollas que reventaban al contacto con el lodo y las asperezas del campo. Sus hombros, habituados al combate pero no al trabajo manual, amenazaban con dislocarse por el peso de los enormes sacos de grano que debía cargar de un lado a otro.

Mujeres y ancianos parecían soportar mejor que él el agobiante calor y las interminables horas de labor. Yuan Chezhong, acostumbrado a entrenar arduamente desde el alba hasta el ocaso, sentía que moriría de agotamiento por esto. ¿Por qué le era tan difícil?

Aun así, los amables campesinos se apiadaron de su inexperiencia. Le daban palabras de aliento, le compartían algo de su escasa comida y le enseñaban con paciencia las duras, pero nobles tareas que requería el cultivo del arroz.

Aquellos primeros días fueron muy duros para Yuan Chezhong. Los campesinos no dudaban en señalarle sus muchos errores y torpezas.

—Eres más inútil que una rueda cuadrada —le dijo Yuyu, un trabajador, cuando por enésima vez una carretilla cargada de arroz se le escapó de control, derramando todo su contenido.

Yuan Chezhong solo atinaba a asentir, humillado pero consciente de su propia ignorancia en las faenas del campo.

Para plantar las plántulas de arroz, la campesina Ming le mostró con paciencia cómo hacer un manojo con los tallos. Al principio a Yuan Chezhong se le resbalaban constantemente, pero luego de muchos intentos logró hacer su primer manojo decente.

—¡Lo logré! —exclamó entusiasmado, elevando en alto ese pequeño logro como si fuese un gran trofeo. Ming no pudo evitar reír ante ese inocente gesto.

Para la siembra, el anciano Huang le indicó la distancia correcta entre cada plántula. Yuan Chezhong escuchaba con atención cada consejo, y celebraba eufóricamente cuando lograba completar su primera hilera sembrada de forma correcta. Los más viejos movían la cabeza con una mezcla de escepticismo y ternura ante ese joven señorito tan fuera de lugar.

Al caer la noche, exhausto pero satisfecho, Yuan Chezhong se dirigía a su cobertizo cuando se topó con un enorme montículo de estiércol que obstruía el camino. Sin dudarlo, concentró su energía en la tierra bajo el excremento y lo levantó en el aire para despejar el paso.

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⏰ Última actualización: Jul 21 ⏰

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