Valor III

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Raclu y Sekóx, dos hermanos de vínculo, pero no de sangre, seguían buscando los frutos de los árboles negros del bosque Reidmaf. Habían averiguado que lo que todo el mundo temía de aquel bosque, no era más que, las alucinaciones producidas por un fino polen, que reaccionaba con el organismo si este sentía miedo.

Llevaban cerca de 6 horas(aprox una semana en tiempo prístino) de travesía, cuando, al fin, encontraron los árboles negros. Se encontraban en el centro exacto del pantanoso bosque, en un verde claro, donde la luz solar entraba con plenitud. De los árboles, colgaban unos frutos brillantes de color anaranjado, los hatof. Sin temor a nada, empezaron a recoger un fruto por cada integrante del grupo inicial, y, a su vez, a meterlos en un gran saco para llevarlos a la aldea. Pero, en seguida, la situación se complicó.

La primera en darse cuenta fue la chica muda e infantil. Estaba persiguiendo un insecto del bosque mientras los otros dos compañeros recogían los frutos, sin darse cuenta, salió del claro, adentrándose en el bosque. Lo que encontró allí, la llenó de temor y desasosiego. Vio a sus antiguos compañeros de grupo, que, al comienzo, se habían quedado resguardados en las afueras del bosque, todos con los ojos desorbitados, peleando violentamente entre ellos, y chorreando grandes cantidades de sangre. En cuanto la vieron fueron a por ella, pero, como la mayoría tenía graves heridas, no podían moverse rápidamente, y así, la muchacha pudo huir de aquel lugar y dirigirse de nuevo al claro para avisar del inminente peligro.

La chica llegó llena de temor al lugar de los frutos, y con un fuerte tirón, le señaló a Raclu el interior del bosque. Raclu, en seguida, divisó el peligro. A lo lejos pudo ver como toda una horda de moribundos humanos se acercaba al claro. Seguidamente, cogió un fruto y le dio un mordisco, le dijo a Sekóx que hiciera lo mismo, y entre los dos obligaron a la chica a comerse uno. Los tres sintieron como si un relámpago los partiera por la mitad, de repente ninguno sentía miedo por los enemigos, que, poco a poco, les cercaban. Raclu sabía que aquellos frutos no eran como los de los árboles de su aldea, pero no sé esperaba una reacción tan fuerte; gracias a estos, ninguno de ellos debía preocuparse por verse dominado por el poder de aquel bosque.

Cuando quisieron darse cuenta, todo el claro había sido rodeado por esas infames criaturas dominadas por el miedo. Debían pelear contra ellos si querían huir. Justo en ese momento, fue cuando Raclu se dio cuenta de que algo sobresalía del árbol más grande de todos, un pequeño trozo de algún tipo metal, salía del interior de la oscura madera.

No sabía por qué, pero, casi por instinto, Raclu pensó que la solución a su problema se hallaba dentro de ese árbol. Sin apenas darse cuenta, como poseído por un demonio, empezó a arrancar la corteza del tronco. Cada vez con más desesperación, con más ímpetu; con un sentimiento de ira implacable que le hacía olvidar el dolor de golpear sus dedos contra la madera.

Era el efecto de los frutos hatof de los árboles originales. Su ingesta inhibía cualquier dolor y sufrimiento, y los sustituía por un violento deseo de pelear y sobrevivir. Este efecto se vio multiplicado en el caso de Raclu. Él lo desconocía, pero era descendiente de una gran estirpe de guerreros legendarios. Su sangre y su espíritu lo llamaban a la batalla, y su destino, siempre estaría ligado a aquello que Revqeyen ocultó, hace ya tanto tiempo, en ese mismo árbol.

Al terminar de escarbar en el tronco, sacó de él una gran y majestuosa lanza dorada, con una punta en cada extremo.

Sekóx reconoció la lanza de inmediato, era el emblema de su familia. La protagonista de las historias que le contaban sus padres de niño, el arma de su ancestro Revqeyen. Se alegró de que, al fin, la lanza hubiese sido hallada, y de que pudiese regresar con sus legítimos dueños. Pero, no entendía por qué Raclu había puesto tanto empeño, y se había esforzado tanto, en sacarla.

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