Tormento III

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Hecalia, recién desprovista de su futuro esposo, lloró amargamente la pérdida de su amado durante varios kóef. Cuando una noyimia, el cansancio pudo más que la pena, tuvo el sueño que le prometió su prometido antes de marcharse.

Hecalia se vio a sí misma tumbada en un inmenso mar en calma, flotaba sobre las aguas sin mojar sus ropajes, se puso en pie, y empezó a caminar sobre el agua con la sutileza de una bailarina de ballet. A lo lejos, vio una luz azul celeste, estaba suspendida a su misma altura, en el largo y azulado mar. Sin saber si debería, se acercó a la luz flotante. Conforme se iba acercando, la luz iba tomando una forma humana, la de una mujer, vestida con telas infinitas que se extendían por todo el océano.

Cuando se acercó más, se llevó un susto de muerte. La mujer, que ahora se veía con más claridad, la estaba observando fijamente con los ojos extremadamente abiertos, casi parecía que no tenía parpados, que esos ojos nigérrimos iban a salírsele de las cuencas. Su cara mostraba una expresión impasible, la línea definida por sus negros labios era totalmente llana, y su tez era tan pálida como la luna. Unos largos cabellos grises y descoloridos le colgaban a los lados de la cabeza; parecían enmarcar, como si fuese una de las pinturas negras de goya, el rostro sombrío de la dama.

Aun así, Hecalia decidió seguir avanzando, pues quería descubrir la razón, por la cual, su prometido la había dejado en el altar. Pero, antes de que recorriese más camino, la dama salió corriendo hacia ella, y la verdad es que eso la asustó muchísimo más que si se hubiese quedado quieta. Su forma de correr era sumamente antinatural, sus piernas no se veían porque estaban cubiertas por sus ropajes, y sus brazos se agitaban sin control de un lado para otro, pero, en cambio, su cabeza permanecía inmóvil con la vista clavada en Hecalia. Instintivamente, Hecalia cerró los ojos, al abrirlos se encontró de bruces con aquel horrendo rostro, que, a pesar de poseer facciones hermosas, producía verdadero terror.

Antes de que Hecalia pudiese gesticular palabra, la voz de la lúgubre mujer resonó en el silencioso mar:

— Las khusuaf... —dijo con la voz más triste y melancólica que uno podría imaginarse, su voz resonó por todo el lugar, y al mismo tiempo, parecía como si no hubiese sido más que un susurro—. Debes ser la primogénita de tu generación —continuó la misteriosa mujer—. Siempre me entristezco cuando es una mujer, no es propio de nosotras sucumbir a la ira y la guerra. Te explicaré el secreto de las khusuaf que te ha tocado cargar.

Hecalia tenía muchas dudas y preguntas, pero antes de hacerlas se propuso escuchar lo que la mujer tenía que decirle. Inesperadamente, su temor había desaparecido, el oscuro rostro y la atona voz de la casi fantasmal dama habían dejado de producirle pavor, para ser sustituido, por una inexplicable calma.

— Poco tiempo después de que la vida se originase en este planeta, pero mucho antes del comienzo de los incesantes ciclos, nacimos mi hermano y yo —comenzó a relatarle a Hecalia—. Él se llamaba Neiqu(*), y yo Uñii(*), estábamos destinados a equilibrarnos el uno al otro. Yo no debía apagar el fuego, y él no debía evaporar el agua, existíamos como dos caras de una misma moneda, y ninguno podía abandonar a su igual. Pero, él se dejó llevar cuando llegasteis vosotros, los humanos. Erais tan impuros, tan volubles, vuestra naturaleza estaba tan ligada al cambio permanente, que infectasteis a mi hermano, quiso parecerse más a vosotros, y para ello, hizo un pacto con uno de vuestra raza. No nombraré al indeseable que aceptó el pacto de mi hermano, pero te diré que ambos intercambiaron una parte de sus esencias, y ambos escogieron dar lo que creían como su peor parte. Mi hermano le dio su voluntad de perseverancia, su ira, y su crueldad. Y el humano, le dio lo que mi hermano deseaba, todo aquello que pudiese hacer que un hombre dudase en hacer lo correcto, todo lo que le hiciera plantearse si hacía el mal o el bien. Cosas como el miedo, la compasión, o la envidia, que, muchas veces mueven a los humanos sustituyendo a su propia voluntad. Ambos participantes del acuerdo quedaron satisfechos, pero, los culpables de tal herejía contra el orden natural de los seres conscientes no quedarían indemnes. Mi padre, hijo del Tercer Demiurgo, que sentía un gran aprecio por los humanos, se enteró de lo ocurrido, y como castigo, encerró a ambos culpables en una prisión de vergüenza y desesperación para toda la eternidad. Por el amor que le tengo a mi hermano, rogué a mi padre que les castigase de otro modo, y él se apiadó. A mi hermano le condenó con una existencia mortal, viviría una vida con y como los humanos, ahí aprendió lo que era el dolor y la enfermedad, y jamás volvió a desear ser como ellos. Al humano, lo dejó vivir su vida tranquilamente en su mundo, pero antes, le entregó algo, algo que ahora mismo portas en tu mano. Le entregó dos khusuaf, dentro de cada una, se hallaban las partes de mi hermano que aquel humano había querido poseer, y le advirtió, que, se las entregaba para que demostrase que estaba arrepentido y que jamás se las pondría. Pues bien, el humano, débil de nacimiento, fue débil hasta la muerte; se puso las khusuaf en cuanto llegó a su hogar, y como castigo, una terrible maldición pesó sobre él y su descendencia. No podría volver a quitarse las khusuaf, ya que, si alguien, que no fuese de su familia cercana, tocaba alguno fuera de su mano, moriría al instante. Tampoco podría compartir la maldición con más de un cónyuge, ni podía enterrarlas o deshacerse de ellas, si no, un enorme cúmulo de malas dichas irrumpiría en su vida. Las khusuaf debían pasar siempre al primogénito de la siguiente generación en cuanto fuese a casarse, estos no entendían de sangre, así que, el primogénito podía ser adoptado. Para que los descendientes de aquella persona sufriesen sabiendo cuál era el origen de la maldición, mi padre me mandó la misión de advertirles en sueños. Y esa, pequeña, es la historia de las khusuaf.

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