CAPÍTULO TRECE

14 3 0
                                    

El agua caliente me ha envuelto en una falsa sensación de paz. La toalla, húmeda y suave, me abraza como si fuera un manto de seguridad. Camino hacia mi habitación, buscando refugio en la ropa limpia, pero una imagen en el suelo me detiene en seco.

Mechones de cabello, oscuros y húmedos, se aferran al suelo frío del baño. Suspiro resignada y me volteo. Un reflejo de la fragilidad, la impotencia que me consume.

Vuelvo al lavabo, limpio el espejo con una toalla. En el reflejo, un rostro pálido y demacrado me devuelve la mirada. Y ahí está, la evidencia de mi locura: mi cabello. La parte de atrás sigue larga, como una cascada oscura. Pero delante, una mitad llega a los hombros, la otra un poco más arriba. Es un desastre, un reflejo de mi interior. En un acto que no sé si es de compasión de mi misma o no se.. decido emparejar mi cabello. Tomo las tijeras, con manos temblorosas, y corto.

Cada mechón que cae al suelo y se ciente tan... despejante...

Cuando finalmente termino, el reflejo me devuelve la imagen de una mujer destrozada. El cabello, corto e irregular, cae unos dos sentimientos máximo por debajo de mi mentón no hace más que resaltar la tristeza en mis ojos, la fragilidad de mi rostro.

—¿Contenta perra asquerosa? —me digo a mi misma con repudio.

La compasión me abandona. Ya no queda nada que salvar, ni siquiera mi propio cabello. Salgo del baño, la toalla aún envuelta alrededor de mi cuerpo. Camino hacia mi habitación con pasos vacilantes, como si el suelo me negara su apoyo. Busco en mi armario la ropa más simple: jeans oscuros, una sudadera negra, botas.

En el espejo del pasillo, un rostro ajeno me devuelve la mirada. Los ojos, hundidos y llorosos, reflejan un dolor que no puedo negar. La piel, pálida... mis manos envueltas en tiras blancas manchadas de rojo. No reconozco la imagen en el espejo.

De pronto recuerdos me abruman y decido escapar antes de volver a llorar. Salgo de la habitación, mi cuerpo rígido, mi mente en blanco. Corro hacia la puerta, buscando una escapatoria en el exterior. Tranco la puerta con seguro, la cerradura hace un clic seco que me llena de alivio.

Me siento atrapada en mi propia casa...

Los pies me llevan de manera automática hacia el salón. Cada paso que doy es un eco de mi vacío interior. La casa, que antes era un refugio, ahora se siente como una jaula. La puerta principal, mi única salida, me espera al final del pasillo. Pero antes de llegar, algo cruje bajo mis pies. Me agacho para ver qué es. Una caja de cigarrillos, vacía, yace en el suelo. La casa está hecha un asco, un reflejo de mi propia vida.

Mi mirada se posa en un cigarrillo que queda en el fondo de la caja. Es el último. Debo comprar más.

Busco el encendedor, que había dejado sobre el sofá. Mis dedos tiemblan al encenderlo. Saco un billete de mi cartera, un acto mecánico. No me importa el dinero, no me importa nada. Sólo la necesidad de encender un cigarrillo, la última gota de consuelo en este infierno. 

La nicotina se llena mis pulmones, un sabor amargo y el espeso humo me hace estornudar.

—Mierda... —murmuró estornudando mientras tranco la puerta de la salida.

Las calles, oscuras y silenciosas, se estiran ante mí como un camino sin fin. La única luz que ilumina mi camino es la tenue luz de la luna, que se cuela entre los edificios altos y sombríos.

*inhalo mi tabaco*

Saco mi viejo MP3 del bolsillo, una reliquia de tiempos mejores. Lo enciendo, los botones crujen como huesos viejos. Me pongo los audífonos, el cable enredado en mi cuello como un lazo. La música empieza a sonar, un torrente de rock metal que me sacude hasta los huesos.

"Danzando Entre Las Sombras; El Baile Entre La Luz Y La Oscuridad". Donde viven las historias. Descúbrelo ahora