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Una cálida brisa envolvía el reducido grupo de personas reunido alrededor a la tumba de Claudia Lanzani, pero su hijo sintió escalofríos. Levantó los ojos para intentar concentrarse en las palabras del cura, mientras el ataúd descendía a la fosa. Un pájaro cantó alegremente entre los árboles. Peter se dio cuenta, distraídamente, de que las lluvias de primavera habían revivido el jardín. ¿Por qué la luz de la vida tenía que acompañar a los muertos? La cátedra monótona del predicador cesó. Peter intentó, sin éxito, arrancar sus pensamientos de la desesperanza del pasado y fijarlos en la realidad del presente.

Claudia Lanzani no habría querido que su único hijo estuviera doce años lejos de Arcadia, sin embargo, regresar a Tucumán y enfrentarse a las sospechas que pesaban sobre él lo habían mantenido en Buenos Aires. Le había mandado a su mamá un pasaje para que lo visite dos veces al año, pero Claudia sólo lo utilizaba la mitad de las veces. Pensó que aquello debía tener algún significado. Peter no sentía el menor cariño por Arcadia a pesar de que le mortificaba el hecho de que su mamá no hubiera estado allí para cuando él regresara.

Se pasó la mano por la nuca y se sorprendió al descubrir que tenía el cuello empapado en sudor. El sol brillaba en un cielo sin nubes, señal de que iba a ser un día bochornoso. Apenas se había dado cuenta del calor que hacía hasta ese entonces. Desde que había llegado al cementerio, un frío interior le había nublado los sentidos.

El padre cerró la Biblia lo que sacó a Peter de sus pensamientos. Cualquiera que lo hubiera mirado habría visto un nombre atractivo que bordeaba los treinta años y cuyos rasgos saltaban a la luz. Tenía los ojos verdes, una piel bronceada, lunares que adornaban su cara y un tamaño bastante notable. Se inclinó sobre la fosa y dejó caer una rosa amarilla, las preferidas de Claudia.

Una lágrima le rodó por la mejilla y fue a hacerle compañía a la rosa. Peter parpadeó repetidamente, el resto de las lágrimas desaparecieron como si nunca hubieran existido. Claudia Lanzani había sido una mujer dura y orgullosa que había tenido un hijo soltera y lo había educado por sí sola, inculcándole su fuerza. Sólo su corazón, que le había fallado tres días antes, había sido débil. Peter no creía que a su madre le hubiera gustado verlo llorar sobre su tumba.

Aceptó en silencio las condolencias de los pocos vecinos que habían asistido a la ceremonia. Por enésima vez se preguntó por qué su madre no había dejado Arcadia con él. Aunque no había estado aislada del todo, las familias de siempre de Arcadia nunca la habían aceptado. Habían educado a sus hijos preocupándose por sus problemas en el colegio sin que jamás dejaran de mirarla por encima del hombro por no ser uno de ellos. En el entierro no había más de una veintena de personas, si la hubieran considerado uno de los suyos toda la ciudad habría estado allí.

Peter reprimió su amargura y comenzó a caminar hacia su auto alquilado. No pudo evitar voltearse para ver la tumba de su madre cubierta de tierra. Con ella desaparecida era probable que siempre se sintiera solo en Arcadia. Por el momento, todo el mundo parecía aceptarlo, pero Peter presentía que nadie le había perdonado sus pecados, reales o imaginarios. Él tampoco los perdonaría nunca.

El reflejo del sol sobre los cabellos sedosos de una mujer atrajo su atención. Tuvo que cerrar los ojos para soportar un tormento distinto.

Aquel pelo oscuro le traía recuerdos que Peter no estaba dispuesto a revivir. Recordaba cuál era el tacto de aquel pelo castaño y la mirada de unos ojos pardos.

Los mismos ojos, que no por ser doce años más viejos perdieron atractivo, se voltearon hacia él llenos de algo parecido a la compasión. Peter se detuvo y observó con una mezcla de fascinación y recelo cómo aquella aparición del pasado irrumpía en su presente.

Su figura había perdido la angulosidad de la adolescencia para desarrollarse en unas curvas mucho más femeninas. Caminaba como quien está acostumbrada a que la admiren, cosa que no le sorprendió a Peter. Lali Espósito no poseía la belleza de una modelo de revista, pero él se había sentido completamente atraído hacía ella hacía años, sin embargo, sabía que en aquel cuerpo chiquito y perfecto latía un corazón traicionero.

Lali tenía una nariz pequeña y unos ojos grandes, pero el rasgo más destacado de su rostro era la boca. Era un tanto grande y a Peter siempre le había recordado a una fruta deliciosa. Lo que más le había gustado de ella había sido su boca, sobre todo cuando le sonreía.

Pero aquellos labios no sonreían y Peter se preguntó qué iría a decir. Hacía años, sus últimas palabras selladas con un beso habían sido que se verían pronto. Había sido una mentira más dolorosa aún por los acontecimientos que ocurrieron luego.

Peter sabía desde el principio que el hijo bastardo de una recién llegada no podía mantener relaciones con la hija de una de las familias más destacadas de Arcadia, pero había esperado algo más de ella que el silencio. Se preguntó si al mirarlo vería en él el inocente que había sido o el novelista de éxito que había llegado a ser. Claro que su opinión ya no importaba.

Lali se detuvo a unos pasos de él y giró la cabeza hacia atrás ligeramente para mirarlo a los ojos. Había olvidado lo chiquita que era. Peter medía algo más de uno ochenta, Lali apenas le llegaba a la barbilla. Peter sintió un aguijonazo en el corazón al recordar que era más fuerte de lo que parecía.

No hubiera querido sentir nada, pero le recordaba a una época de su vida en la que había creído en el amor y la felicidad, en el <<felices para siempre>>. No sabía si el dolor de su corazón era debido a la pérdida de su madre o a la reaparición de Lali, pero no permitió que su rostro reflejara emoción alguna. Ella había destruido sus sueños con la misma rapidez que soplabas una vela y Peter había sufrido tanto que ocultar sus emociones era para él como una segunda piel.

—Hola, Peter —susurró ella.

—Hola, Lali.

No había pronunciado su nombre en doce años y al hacerlo se sintió extraño. Los asistentes habían llegado a sus autos y se iban dejándolos solos en aquel cementerio. Peter se sorprendió de no haberla visto en el entierro ni en el funeral. Quizá la había alejado de su mente como había alejado el recuerdo de lo que ella le había hecho.

—Siento mucho lo de Claudia.

Peter imaginó que en su voz había algo muy parecido al miedo. ¿Sería posible que aún tuviera miedo de él? Descubrió que la idea le resultaba agradable. Nunca se había librado del deseo de que ella sufriera por lo que lo había hecho pasar.

—Yo también —dijo él con voz afectada.

Seguía llevando el pelo largo y liso pero se había dejado el flequillo, que le caía en mechones sobre la frente. A regañadientes, tuvo que admitir que era mucho más guapa que a los diecisiete años.

Lali parecía incómoda bajo su mirada y se sacó el pelo del cuello. Aquel gesto nervioso hizo que Peter se acordara del punto sensible que tenía en la nuca. Lali apretó los labios. Tenía la frente perlada de sudor y un fino velo de transpiración sobre el labio superior.

—Lo decía por los dos. Claudia y yo éramos amigas. ¿No lo sabías? No, seguro que no. Supongo que le hubiera gustado que supieras que no eras el único que la amaba.

Peter sintió el impulso de preguntarle cómo podía querer a la madre de un hombre del que se había deshecho como si fuera una moneda, pero se contuvo. No era el momento ni la ocasión para sacar en cara el pasado, sobre todo cuando había muerto muchos años antes que Claudia.

—Siempre dijo que no quería lágrimas en su funeral —dijo Peter pasado uno minutos—. Decía que había vivido bien y que le gustaría que se tocara música en su entierro. Pero, la verdad, no me siento con ánimos de bailar.

Lali asintió y trató de sonreír sin conseguirlo. Levantó el brazo sobre el abismo que los separaba y le apretó la mano, un gesto demasiado repentino para no ser espontáneo. Peter dejó su mano inmóvil, sin rechazar ni responder a su gesto.

—Siento mucho que tenga que ser así, Peter —dijo ella, abandonando el intento.

Peter no supo si se refería a la muerte de su madre o a su reencuentro. Lali se dio media vuelta y se alejó como si ya no hubiera nada que decir. Él se quedó donde estaba, el sentimiento de pérdida que lo había invadido desde su llegada a Arcadia se hizo más profundo.


Lali levantó una caja con frascos y la llevó con esfuerzo a la tienda familiar. Cuando acabó de ordenar los frascos en la estantería, estaba agitada. Se sacudió el polvo del pantalón y se pasó una mano por la frente sudorosa y polvorienta. Frunció el ceño ante su aspecto. Tenía veintinueve años y nunca había tenido un trabajo que le exigiera vestir otra que no fuera un jean y un polo.

Las campanillas de la puerta tintinearon avisándola de que un cliente acababa de entrar. Se asomó por una esquina del mostrador y fue recibida con una risa suave. Patricio, su hermano menor, se le acercó y le pellizcó la mejilla.

—¿No sé qué te parece tan divertido, Patricio?
Los ojos de su hermano brillaban llenos de gozo. Patricio sacó un pañuelo y le limpió la cara.

—Tú —rió él—. No puedo creer que seas dos años mayor que yo. Con el pelo amarrado y la cara sucia no te doy más de diecisiete.

Diecisiete. A esa edad había cometido el error de creer que podía manejar a Peter Lanzani. Había sido lo bastante ingenua como para creer que una adolescente podía mantener al margen la pasión de un hombre y había pagado muy cara su equivocación.

—¿A qué viene ese gesto, Lali?

Patricio le agarró la barbilla. Era alto comparado con su uno cincuenta. Por otro lado, parecía una versión masculina de sí misma. Pelo castaño, nariz recta y una boca un tanto grande en proporción al resto de sus facciones.

Lali dejó a un lado su mal humor y lo abrazó. Trabajaban juntos en la tienda de la familia y él era la primera persona que prefería ver por las mañanas. Pero tampoco iba dejar pasar la oportunidad de resondrarlo por su irresponsabilidad. Levantó la muñeca y señaló el reloj.

—Tal vez el gesto se deba a lo tarde que llegas, Patricio. Tenías que abrir tú esta mañana, menos mal que se me ocurrió venir antes.
Patricio hizo una mueca que hizo sentir mal a Lali. En realidad, no estaba enojada porque nunca esperaba que su hermano fuera puntual.

—Perdón, Lali —se disculpó él, mientras chequeaba que los comestibles y demás artículos ya estuvieran ordenados.

Lali había heredado la tienda tras la muerte de su padre hacía diez años. Y había hecho verdaderas maravillas. Con el anciano Espósito, el negocio era un caos donde los clientes no podían encontrar nada.

—¿No me habrás necesitado?

—Sólo para cargar unas cuantas cajas —contestó Lali sin conseguir molestarse.
Lali se acercó a la caja registradora. Era un modelo antiguo, pero las cosas viejas eran muy valoradas por Arcadia, su conversación establecía una manera de entender la vida. Había una cafetera junto a la caja y le sirvió una taza de café a su hermano.

—Cuéntame dónde estuviste anoche.

—En el bar, ¿dónde más?

Arcadia sólo tenía un bar. Patricio solía quejarse de que era una de las desventajas de vivir en un pueblo tan pequeño. A unos sesenta kilómetros estaba San Miguel de Tucumán, una ciudad próspera que conservaba en buen estado su centro histórico. Concepción quedaba más cerca, pero no era un lugar al que solían ir.

—Lo sabía —rió Lali.

—También estaba Peter Lanzani —dijo Patricio, observando su reacción.
La sonrisa desapareció de los labios de Lali que tragó saliva e intentó dominar el pánico que amenazaba con apoderarse de ella.

—Creí que ya se habría ido. El entierro de Claudia fue hace cuatro días.

—Tal vez me estoy equivocando, pero me dio la impresión de que pensaba quedarse. Estaba preguntando por ti.
Patricio parecía preocupado. No sabía todo lo que había pasado hacía doce años, pero sí sabía que Lali estaba dolida.

—Ha pasado mucho tiempo fuera. Supongo que tendrá curiosidad por saber lo que ha sido de todos nosotros en estos doce años.

—Yo no he dicho eso, Lali. Lo que dije fue que quería saber de ti. Quería saber dónde vives, en qué trabajas y si te habías casado.

—¿Le contaste algo?

—Yo no. Es demasiado inteligente como para preguntarme a mí. Habló con los chicos.

Lali se mordió el labio inferior y dejó que su frente se llenara de arrugas. En otra época, Peter se hubiera dirigido directamente a la fuente más cercana y segura de información. Peter había sido su amigo, su confidente, su amante. Pero el cuento de hadas había terminado convirtiéndose en una pesadilla.

—Yo estaba hablando con Daniel Martínez y créeme si te digo que estaba celoso. Yo sé que nunca le has dado pie, pero para él, tú eres su chica.
Lali suspiró. Conocía a Daniel desde chica y eran amigos, pero cualquier sospecha de romance entre ellos era parte de la imaginación.

—Pero no es Daniel quien me preocupa, Lali, sino Lanzani.

—No tienes por qué preocuparte —dijo ella, extrañada por su curiosidad—. Lo vi en el entierro de Claudia y me miró como si yo no existiera. No puedo creer que piense en retomar nuestra relación.

—Intentaré creerte, hermanita. Bueno, a trabajar se ha dicho. Me parece que te prometí ordenar el depósito.

Con un gesto dramático, Patricio se dirigió a la parte trasera como quien camina hacia la silla eléctrica. Lali se rió de su gesto, aunque tuvo que hacer un esfuerzo. En cuanto su hermano desapareció, se dejó caer en la silla que había detrás del mostrador. Zapateó nerviosa y se mordió el pulgar tratando de imaginarse el motivo por el cual Peter se hubiera quedado en Arcadia.

Pensaba que ahora, que Claudia ya no estaba más, no había nada que lo retuviera allí. Incluso había tenido tiempo para poner a la venta la casa de Claudia y volver a Buenos Aires. Arcadia tenía para Peter fantasmas que nunca podrían ser exorcizados. ¿Qué lo retenía allí?

Lali cerró los ojos y lo recordó en el cementerio, un extraño que apenas se parecía al chico que ella había conocido. Había sido el único en el pueblo que tenía una moto, el único en dejar el colegio para viajar por todo el país, el único que había sabido exactamente lo que quería. Y también, había sido el único capaz de conseguir que el corazón de Lali dejara de latir.

En el cementerio lo había notado muy cambiado, más maduro. Los años le había añadido personalidad a sus rasgos, pero lo habían privado de lo que ella más amaba, su sonrisa. De no haber sido tan alegre, Lali nunca se habría fijado en él. Al contrario, la intensa reacción de sus instintos ante su presencia la hubieran alejado si Peter no hubiera sido tan encantador. Todavía tenía el pelo un poco más largo de lo normal, pero sus ojos verdes ya no reflejaban confianza al mirarla. Lali no podía culparlo por eso. Ella tampoco confiaba en él. Desearía que no hubiera regresado, aunque siempre había sabido que lo haría. La muerte de Claudia sólo había acelerado lo inevitable.

—¡Ay, Clau! ¿Por qué te tuviste que ir?

Las campanillas de la puerta tintinearon y Lali se levantó con una sonrisa que murió en su boca al ver a Peter. Tenía el presentimiento de que su vida no volvería a la normalidad hasta que él se hubiera ido. Peter estaba menos formal que en el cementerio, vestía un pantalón de buzo y un polo que cubrían un cuerpo que se había desarrollado desde que Lali lo vio por última vez. Se había convertido en un hombre más guapo, más musculoso y más amenazador.

El viento lo había despeinado y el pelo le caía sobre la frente. Estaba serio. Lali se dio cuenta que no había visto su sonrisa en doce años. Peter llegó al mostrador con un centenar de preguntas brillándole en los ojos.

—Hola, Peter —saludó Lali para romper aquel silencio.
Se había imaginado aquella escena muchas veces desde el funeral, pero no estaba preparada para el pánico que despertaba en ella la intensidad de su mirada.

—Lali —contestó él sin dejar de mirarla.

¿Dónde estaba el Peter Lanzani que había conocido? Lali tenía ganas de gritarle. ¿Dónde estaba la alegría de sus ojos y la sonrisa de sus labios? Incluso su voz había cambiado. Recordaba que una vez había tenido un acento como el suyo, pero todo rasgo de él había desaparecido.
Lali decidió ocultar su nerviosismo e hizo un gesto hacia la tienda.

—¿Puedo ayudarte a buscar algo? Estoy segura de que encontrarás la tienda bastante cambiada. Cuando me hice cargo de ella, tras la muerte de papá, fui a un curso sobre cómo colocar los artículos... —Lali se calló al darse cuenta de lo que decía—. En fin, ¿en qué puedo ayudarte?

—No he entrado a comprar nada. ¿Todavía tienes café?
Lali asintió. Le sirvió en un vaso de plástico mientras se preguntaba a qué habría entrado. Algo le decía que era mejor no saberlo. Le entregó el vaso evitando rozar sus dedos.

—Está mucho mejor que cuando el encargado era el alcalde Espósito —comentó él, mirando alrededor—. ¿Has logrado que te ganancias?

Viniendo de cualquier otro habría sido una pregunta inocente. Todo el mundo sabía que Carlos Espósito era un hombre tan torpe para los negocios que la tienda estaba al borde de la bancarrota cuando Lali la heredó. Su padre había dado mucho crédito ofreciendo una amplia variedad de productos sin llevar control sobre las ventas. Siempre había estado demasiado ocupado cumpliendo su labor de alcalde en la ciudad como para tener éxito en su negocio. Lali había conseguido sacarlo a flote en pocos años. No quería que Peter supiera los detalles de la incompetencia de su padre porque lo hubiera disfrutado. Después de todo, su papá lo había amenazado si volvía a tocarla.

—Nos va bien. Pero dime, si no viniste a comprar nada, ¿a qué viniste?
Peter dejó escapar una risa suave, carente de alegría. Su mirada hacía que se sintiera atrapada y desamparada.

—Ésa no es una manera amable de tratar a un vecino.

—Hace mucho que no somos vecinos.

—Tienes razón, pero tengo una propuesta para hacerte. Como buenos vecinos.

Lali frunció los labios y trató de no pensar en los recuerdos que habían despertado sus palabras. La última vez que Peter le había hecho una propuesta había olvidado toda reserva y se había entregado a él sobre el jardín y bajo las magnolias. Si quería guardar la compostura no podía pensar en eso.

—¿Quieres cenar conmigo esta noche?
Lali se quedó con la boca abierta. Su cerebro se negó a creer que había oído correctamente.

—¿Qué dijiste?

—Sólo te pregunté si querías cenar conmigo. Estoy seguro de que lo hiciste alguna vez. Sí, toda esa rutina de un menú, platos, cubiertos, ya sabes.
Sus palabras sonaban como si fuera broma, pero su voz lo desmentía. Daba la sensación de estar ofendido.

—¿En serio quieres cenar conmigo? —preguntó ella sin preocuparse por la falta de tacto.

—Sí.

Sólo había dos restaurantes en Arcadia. Lali conocía a los dos propietarios y se los imaginó mirándola mientras ella trataba de relajarse en compañía de Peter.

—No creo que sea una buena idea. Sólo hay dos...

—No me refería a ir a un restaurante. Sé cocinar. Lo que te pregunto es si quieres venir a mi casa.

Lali tragó saliva. La invitación empeoraba por momentos. No podía pretender que ella pasara la velada a solas con él. Había demasiados recuerdos con sabor amargo, demasiada culpa entre los dos.

—¿Por qué quieres cenar conmigo?
Peter sacudió la cabeza y miró al piso. Era curioso pero parecía hacer verdaderos esfuerzos por controlarse.

—Cuando revisaba las pertenencias de mi mamá encontré una carta para mí. Es lo más parecido a un testamento que dejó escrito y te menciona. Quería que te quedaras con algunas cosas. He pensado que esta noche sería una buena ocasión para entregártelas. Claro que si no quieres...

—Por supuesto que quiero —le cortó ella. Lali se sintió molesta consigo misma por haber pensado siquiera por un segundo que él la invitaba con la intención de reanudar sus relaciones amorosas.

—Pero no tienes que prepararme comida. Iré cuando acabe de trabajar.

—Tengo que comer —respondió él—. No me importa preparar la cena para dos personas. ¿Qué te parece a las siete?

—La, ¿me puedes decir dónde metiste la escoba? El almacén está bastante sucio.
Patricio había aparecido por una puerta lateral. Si estaba sorprendido de ver a Peter lo ocultó muy bien.

—¿Cómo estás, Peter? —preguntó Patricio con lo que quería ser una sonrisa.

—Hola, Patricio. Por mí no te preocupes, ya me iba. Te veo a las siete, Lali —dijo lanzándole una mirada retadora.

—A las siete —repitió ella con voz débil.

—Hasta luego y gracias por el café.
Los dos hermanos lo miraron salir. Ninguno de los dos habló durante un rato.

—¿De qué hablaba, Lali? ¿Qué quiso decir con lo de "te veo a las siete"?

—Me pidió que vaya a comer a su casa.

—¿Y aceptaste? —preguntó Patricio incrédulo.

—Yo diría que no me dio la oportunidad para negarme. Claudia me dejó algunas de sus pertenencias y Peter quiere dármelas.

—Voy contigo —dijo su hermano entrecerrando los ojos cargados de sospecha—. No me parece una buena idea que estés a solas con él. Puede ser peligroso.

—No seas tonto, Patricio. Peter y yo éramos amigos. No tengo miedo de estar a solas con él.

—No me gusta nada esa idea. No deberías cenar con un presunto criminal.

Era obvio que su hermano creía en los rumores que habían perseguido a Peter hasta provocar su ida de Arcadia. Lali también pensaba que era peligroso, pero por un motivo completamente distinto.


Peter retomó la carrera y corrió por las calles del centro. Sus pisadas quedaban amortiguadas por las zapatillas de deporte. La tranquilidad de Arcadia resultaba agradable después del bullicio de Buenos Aires, pero Peter no se dejaba engañar por las apariencias. Detrás de aquella quietud aparente rebrotaba la sospecha contra él. La había visto reflejada en los ojos de la gente desde que había vuelto. Sólo era una cuestión de tiempo para que oyera las palabras desagradables que se escondían tras su silencio. Estaba seguro de que lo condenaban a sus espaldas. Después de todo, ¿él no había formado parte de los chismes y las mentes cerradas que caracterizaba a Arcadia?

La brisa llevaba el olor de las fábricas de conservas de pescado del pueblo. Hace doce años, Peter había trabajado en un barco de pesca. Recordó el trabajo duro de jalar la red y separar los langostinos de los otros peces y crustáceos atrapados en las redes. Era uno de los pocos recuerdos asociados con Arcadia que no le resultaban desagradables. Le había gustado llevar el olor del mar en sus manos.

Se alejó del puerto pasando junto a un árbol enorme en el que los niños habían jugado durante generaciones. Un solitario niño se columpiaba subido en una llanta. También Peter había dejado de hacer cosas varias mañanas sólo para columpiarse. En aquella época, le había faltado la disciplina necesaria para practicar un deporte metódico.

Había empezado a correr después de mudarse a Buenos Aires porque no quería que su cuerpo sufriera las consecuencias del exceso de comida y bebida y la falta de ejercicio. En la carrera que había elegido, la tentación de prestar más atención a la mente que al cuerpo siempre estaba presente. Dobló por uno de los caminos serpenteantes que se alejaban del pueblo alegrándose de haber desarrollado una pasión por correr ya que le aportaba más ejercicio a la mente que al cuerpo.

La noche anterior, los asiduos del bar lo habían tratado con desconfianza. Casi podía oír los susurros que estallaban en cuanto él se ponía de espaldas. No importaba cuánto hubiera triunfado, para la gente de ese lugar siempre seguiría siendo el criminal mezquino que ellos necesitaban. Una noche de insomnio lo había convencido de que debía vender la casa de su mamá y dejar que el pasado muriera con ella. Sin embargo, había bastado con ver a Lali una vez para alterar sus planes.

No había sido su intención invitarla a cenar. Sólo pretendía decirle que Claudia le había dejado algunas cosas. Pero al verla sin maquillaje, con el pelo recogido en una cola bastante infantil, había sido incapaz. Una vez la había amado con una pasión que iba más allá de todo sentido común y que no había vuelto a sentir desde que dejó Arcadia.

Los recuerdos de aquel amor apasionado habían hecho surgir la invitación de sus labios. Se le había ocurrido una loca idea. Necesitaba paz y quietud mientras escribía y pensó que Arcadia era el refugio perfecto para trabajar en su próxima novela, un viaje al pasado y al interior de su alma. El personaje principal sería un hombre joven, sospechoso de un secuestro y posterior asesinato. La heroína podía ser una chica que tenía en sus manos la capacidad de limpiar su nombre. La trama sería que ella se había sentido demasiado asustada de por las habladurías de un pueblo como para admitir que había estado entre sus brazos en el momento del crimen.

Peter apuró el paso hasta que el sudor lo empapó. Llegó a la casa que había sido de su mamá y se quedó en la entrada con la cintura doblada y la cabeza gacha intentando recobrar el aliento. Tenía que encontrar otra idea. La que se le había ocurrido se parecía demasiado a su propia y cruel realidad y no estaba preparado para escribirla.

Por un instante, se había permitido olvidar la traición de Lali y el precio que había tenido que pagar, pero no volvería a repetirse. Se juró a sí mismo no ver a la chica de voz dulce sino a la traidora en que se había convertido. Nunca olvidaría las palabras que le había susurrado para despedirse dejándolo con el corazón destrozado. Su corazón se había curado hacía muchos años y no quería exponerlo otra vez

Culpable Where stories live. Discover now