24 Años

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Miren esto y presten mucha atención: Si alguna vez ven a un perrito como este en la calle, y mueve su colita cada vez que le dicen" ¿Quieres Pollito?", o
camina de un lado a otro como desorientado, si sus ojos son muy oscuros como la noche y en ellos ustedes se ven reflejados, si se pone patas arriba para que les rasquen la panza, (lo cual les dará buena suerte en los examenes) o si por casualidad de la vida se emociona con mucha viveza cada vez que le dicen: "Marroncito" ¡Tómenlo! Y búsquenme donde sea, siempre estoy en el hospital salvo los domingos que es mi día de descanso, háganme feliz, regálenme una sonrisa una vez más, ¡Piensen en el prójimo por una vez en sus vidas! ¡Díganme que mi Marroncito ha regresado!

Liz Rodríguez

I

—¡Dios Santo! ¿Es que no la acaba de ver? ¡Actúa como si estuviera totalmente demente, psicópata o padeciera de personalidad múltiple!

Los médicos trataban de calmar a la pobre señorita que caminaba de un extremo a otro con ojos llorosos al cielo y manos que ocultaban sus negruzcas ojeras. Es doloroso ver como un hijo pierde la cordura, y no poder hacer nada para evitarlo.

II

Se que muchos no me conocen, y que rara vez en estas 3 semanas desde que hice la promoción de mi novela solo tenía el respaldo de amigos y conocidos. Durante los días finales del mes de abril me estuve haciendo la siguiente pregunta:

—¿Qué hago para llamar la atención sin parecer un autor desesperado por atención?

Mi respuesta a esto fue algo ingenua, tal vez no pensé con la cabeza en ese momento, sino con el corazón, porque en sí a nadie va a importarle, todos estamos igual y no confiamos tan fácilmente en aquellos que nos ofrecen una mano o su sincera amistad.

Mi juventud no fue para nada sentimental. Si tuve una buena madre, pero mi padre estuvo ausente por un largo tiempo indefinido. A veces no logro recordarle, siquiera tengo la más remota idea de cómo era su rostro. Solo se por comentarios que oía detrás de las paredes que le doblaba la edad a mi madre: ¡Se habían enamorado! mi madre de 18 años y el de 36.

Gracias a todos por atreverse a leer este vómito de palabras sin sentido. Si escribo entre historias clínicas y escondiéndome de mis innumerables obligaciones es porque ya no puedo aguantar más mi sufrimiento: tal vez ustedes no lo entiendan porque siempre estuvieron bajo el resguardo de las alas de su madre o bajo la tutela económica de su Padre, pero yo no tuve ni una ni la otra. Solo tuve a mi abuelo Maraima y a mi amado Señor Leal, pero ambos se han ido de paseo con la muerte.

Es como si me hubiera graduado a los 42 años, con la cabeza calva casi sin un pelo, con patas de gallo alrededor de mis ojos, con unas líneas de expresión muy pronunciadas y claro, sin nada de amor por la humanidad. Estuviera sentado en una oficina aburrida, trabajando de manera aburrida, atendiendo a personas aburridas y y esperando a que termine este día tan aburrido.

Los días eran demasiado monotonos, La tarde en el hospital era una danza silenciosa de vidas en transición. Cuando entrabas, una vez que cruzas sus puertas metálicas, te envuelves entre voces susurrantes del personal y los resonantes pasos de los visitantes. Las luces fluorescentes brillaban con una intensidad artificial que contrastaba con el sol caliente que se colaba por las ventanas.

A medida que recorres los pasillos, sonaba el suave zumbido de las máquinas que marcaban el ritmo de la existencia. Se oía el leve sonido de las conversaciones entre familiares y doctores, las sonrisas discretas que se intercambiaban, las frases de apoyo que se decían en voz baja. Había una tensión profunda en el aire, una dulzura en el momento, un silencio que decía más que mil palabras. Había un sentimiento de unidad, una conexión íntima entre personas que no se conocían, pero que compartían esa experiencia común. Era un lugar donde todo estaba en movimiento, pero también estaba en silencio. Era un lugar donde el tiempo parecía detenerse.

Mientras caminas por los pasillos del hospital, te llega el olor a antiséptico, el aroma a café caliente y el sonido de los zapatos en el suelo laminado. Ves a una mujer agarrando la mano de un niño temeroso, un hombre que acompaña a una mujer en silla de ruedas. Las historias se entrelazan en este lugar, como enredaderas que crecen y se enlazan a su alrededor. Cada paso que das te lleva a otro momento, a otra historia, a otra oportunidad para crear memoria. A medida que paseas por las salas de espera, los bebés lloran, las páginas de revistas se vuelven, los corazones se aceleran y se calman.

Leal tenía oportunidades de sobrevivir, Pero nadie lo atendió a tiempo.

A pocas cuadras del hospital, En una calle tranquila, en una casa llena de amor, vivía una perrita llamada Luna. Sus ojos azules brillaban con curiosidad y alegría, y su cola siempre estaba en movimiento. Tenía una pasión por explorar y descubrir nuevos olores, y podría pasar horas corriendo a través del jardín. Pero lo que a Luna le gustaba más era estar con su familia, y al final de cada día, ella sabía que tenía su sitio. Se acurrucaba cerca de los pies de su dueña, o se tumbaba junto a su dueño, y los miraba como si supiera que eran los mejores amigos que podía tener.

Pero... ¿Qué se puede hacer cuando te arrebatan a tu familia?

¡Oh!

Invirtamos las siglas: 42 a 24, y veremos cuando yo era inmensamente feliz y no me daba cuenta, claro, también habían pizcas de infelicidad que no podemos ocultar, pero así es la vida.

A veces un perrito puede ayudar a exiliar la tristeza.

Creo que ese día llegó casi sin poder caminar, estaba recién nacido, con esos ojitos cerrados que entreabría cuando creía que nadie le estaba mirando, y con ese susve pelaje entre marrones y blancos que en si te hacían ver como un osito de peluche, tus patitas acolchadas y tan esponjosas que movías con mucha destreza cuando llorabas para darte agua o leche, y si... nunca pensé
que al despegar los ojos de mi trabajo de investigación y mis libros de medicina te vería y sentiría esas ganas de abrazarte y dormirte en mis brazos.

Lo recuerdo muy bien: Fue el mejor perrito que pude tener alguna vez, era el mejor amigo que no tenía entre los pasillos de la universidad. Nunca me juzgó, solo me miraba con dulzura mientras su lengua bailaba entre sonrisas y alegrías. Marroncito era un Perrito inigualable.

Pero no pudo opacar mi dolor, se fue al cielo, al igual que el Sargento Leal.

Solamente me queda recordar los viejos tiempos, y reflexionar sobre la filofobia que me diagnosticaron tardíamente.

...

¿Podemos terminar con un recuerdo?

A medida que pasaban las semanas, Liz y el Sargento Leal comenzaron a pasar más tiempo juntos, siempre bajo el pretexto de entrenamiento o actividades oficiales. Poco a poco, las conversaciones se volvieron más personales, y las miradas furtivas se convertían en confesiones susurradas al abrigo de la noche.

Una noche, mientras contemplaban las estrellas desde el campo de entrenamiento, Leal rompió el silencio.

—Liz, sé que esto es complicado, pero no puedo dejar de pensar en tí.

Liz sintió cómo su corazón se aceleraba. En medio de la orden y la disciplina, habían encontrado un resquicio de ternura y amor. Y así, sin planearlo, comenzó a salir a escondidas, a disfrutar de pequeños momentos robados al deber.

¿Se le puede pedir más a la vida? Las reglas fueron hechas para romperse.

FIN

La Cueva De Los EncantadosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora