En la tienda

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Los días en la colonia últimamente avanzaban con apabullante rapidez. Entre los pendientes del día poca oportunidad se daba doña Marta para pensar en cualquier otra cosa, y dicho sea de paso, ella lo prefería así, menos cuando se encontraba completamente a salvo para dar rienda suelta a sus más profundos e inconfesables deseos; inesperadamente incluso entre montañas de trabajo le alcanzaba uno de esos pensamientos que le hacían cerrar los ojos, entonces solo respiraba para que aquellas imágenes regresaran mansamente al profundo de océano de donde provenían, en lo más recóndito de su ser. Y ahora, vuelto a pasar, no había más remedio que reconocer que aquellos pensamientos debían su fuerza a una sola persona.

La primera vez que Marta reparó en la figura de Fina fue justo el primer día que la joven se había incorporado a su nuevo puesto de trabajo, llevaba impecable el uniforme que casual y discretamente hacía resaltar sus curvas. Marta trataba únicamente de limitarse a supervisar la manera en la que la nueva dependienta trataba a las clientas, cómo cuidaba los detalles en las estanterías, cómo ordenaba y limpiaba; pero de pronto se encontraba convirtiéndose en una simple espectadora de los gráciles movimientos de Fina, sintiendo envidia de los frascos de perfume que sostenía con delicadeza, preguntándose cómo era posible que no se hubiera percatado antes de las pantorrillas torneadas de la joven o de la cálida sonrisa cuando saludaba por las mañanas. Fina ya no era la niña que había visto crecer de la mano de su padre, se había convertido en una mujer, y en una mujer bastante guapa además. Su cabello oscuro era sedoso y largo, sus ojos se rasgaban con cada gesto amable y su boca estaba definida perfectamente por unos labios carnosos y alegres. "Basta, Marta, ¿en qué estás pensando?" Apartó la vista de la joven que afortunadamente ignoraba que era meticulosamente observada.

Jaime, por otro lado, cuando le conoció pensó que era un hombre atento, cariñoso, afable; pero atractivo no era una palabra que usaría para definirle. En las noches de intimidad con su marido, reconocía el tacto como un quehacer más en una lista de pendientes que tachaba una vez que concluyera, ahí era donde residía el placer, o más bien el alivio de quitarse de encima una tarea, una obligación o un requerimiento para seguir siendo lo que siempre había sido: una señora casada con un apellido de prestigio. No cabía la posibilidad de considerar la relación sexual como algo que pudiera disfrutarse. Los romances apasionados se los dejaba a los personajes de las novelas amorosas o a los jovencitos de baja cuna. Marta era otra cosa, era alguien importante, una mujer en la que se podía confiar porque siempre haría lo que los demás esperaban de ella. Esa era la mayor satisfacción y virtud. No necesitaba otra cosa. Su matrimonio era a la vista de todo el mundo uno poco convencional pero que se mantenía fuera de escándalos y desavenencias; Marta estaba conforme con verlo unas pocas veces al año: navidad, algún cumpleaños y un puñado de días más. Cuando la gente le miraba con lástima y le preguntaba cómo se encontraba sin su marido durante las celebraciones o reuniones familiares, ella se limitaba a sonreír con indulgencia y les decía que le echaba de menos pero que la distancia hacía siempre aún más especiales sus reencuentros y que se sentía orgullosa del trabajo tan noble que desempeñaba su marido como médico en la marina. En realidad, pensaba cada vez menos en él y cada vez más en la intrigante reacción de su cuerpo cada vez que estaba cerca de Fina; en el temblor de las manos aquella vez que le devolvió una carta de Jaime que por accidente había tirado al piso, en la debilidad de sus rodillas cada que la tenía a un palmo de distancia, en el ligero mareo cada que pasaba por su lado dejando tras de sí una estela de perfume. ¿Había perdido la razón? Seguramente se trataba de un cariño alimentado por años de verla cerca de su familia, al fin y al cabo era la hija del chofer que siempre fue leal a los de la Reina, Isidro había sido siempre un hombre carismático y aquel carácter dulce halló la cúspide en su hija. Era enternecedor haberla visto crecer y convertirse en lo que era ahora por lo que era natural haber desarrollado cierto afecto a lo largo del tiempo, probablemente no se trataba más que de un cariño fraternal, y decirse aquello no solamente le tranquilizaba sino que justificaba (a la vez que alentaba) todo el tiempo que dedicaba a pensarle.

Fina deshaciéndose en profesionalidad parecía disfrutar de su nuevo puesto. Justo cuando unas clientas empezaban a decidirse por uno u otro producto, Marta atisbó un dejo de regocijo en su empleada vendiendo como si nada le hiciera más ilusión. El perfil de la joven era dichosamente exquisito, la nariz un poco respingada, los ojos castaños le hacían justicia al marco perfecto de sus cejas negras. Y más abajo, el cuello, la curvatura de los senos y su cintura ceñida hacían resaltar las redondas caderas de la morena. De pronto con la respiración cortada, deseaba que la joven volteara y le dirigiera una de las sonrisas que solo habían estado reservadas para las clientas; suplicó que se marchasen para quedarse  a solas. Quería decirle algo para que le prestara atención, "¿Cómo va todo, Fina? ¿Alguna vez has pensado en mí?"

Marta, contrólate!

Por fin el grupo de compradoras se iba y se despedían. El corazón le martilló duramente en el pecho cuando Fina volteó y la pilló contemplándola. Lo más correcto habría sido dejar de mirar y cerrar la boca entreabierta, pero quedó paralizada. ¿Qué debía hacer? Y antes de que cualquier cosa pasara, los labios de Fina se arquearon hacia arriba dibujando una sonrisa espléndida. Miró a su jefa y como si se tratara de un sueño, avanzó con ligereza hacia ella. "¿Cómo lo he hecho, doña Marta?"

Marta y Fina Donde viven las historias. Descúbrelo ahora