Chapter 3: Jodido Harry Potter

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Draco Malfoy nunca fue un fanático de los cambios drásticos.

Y para su gran pesar, al recibir una solicitud del ministerio que no había manera de negar, se vio obligado a volver al hogar de su infancia, reviviendo los más dolorosos recuerdos al pisar aquella mansión que no tenía nada de acogedor ni humilde, gritando Malfoy por donde la vieran.

No se sorprendió.

Muy a su pesar, ya veía venir el llamado por el ministerio de magia. Se había convertido no solo en un prodigio en pociones, si no también un titular como auror y inefable. Obviamente, sería requerido. Solo quiso caer en la demencia e ignorancia, no queriendo aceptar que debía regresar.

Nunca había ejercido las dos últimas, pues con un pequeño infante a su cargo, no emplearía un trabajo que lo pusiera en constante peligro. Él sabía que todo su mundo giraba en aquel risueño niño con cabellos desastrosos, pero más sedosos y más manejables que los de su padre.

El sol del atardecer teñía el cielo de tonos dorados y rosados mientras Draco Malfoy y su hijo, Scorpius, jugaban en el gran patio de la elegante mansión. Era el inicio de su pasajera estancia allí, y aunque habían pasado horas felices siguiendo a los pavos reales, tan orgullosos y elegantes como la propia casa, ambos sabían que no debían encariñarse con aquel lugar.

Scorpius corría y reía, persiguiendo a los pavos reales con la inocencia de sus cinco años, mientras Draco lo observaba con una sonrisa. A diferencia de su propia infancia, marcada por la severidad y las expectativas, el tiempo con su hijo era un refugio de alegría y libertad.

— ¡Scorpius! —exclamó Draco, tratando de no reír mientras luchaba por mantener una expresión seria—. ¿Qué te ha dicho tu abuela sobre molestar a los pavos?

El niño se rió, mostrando una sonrisa tan brillante como la de San Potter, mientras seguía imitando al indignado pavo real a su lado. Draco suspiró, resignado pero feliz. No había manera de resistirse a su hijo, no cuando lo miraba con esos ojos llenos de amor incondicional.

— Oh, déjalo, Dragón —dijo su madre, mientras le servía una taza de té y reía al ver al pequeño infante—. No puedes regañarlo, tú eras igual.

— Aún así, si puedo evitar que tenga problemas con esos pavos, lo haré.

— Si mi memoria no me falla, decías que los pavos solo mordían a los plebeyos.

Draco bufó, tomando su té mientras seguía mirando a su hijo como un halcón, siempre listo para evitar cualquier caída del pequeño. Si había algo que el jodido Potter había dejado en su hijo, era esa gran torpeza. Su madre, conociéndolo como nadie, parecía ver el cambio en su ambiente cuando su mirada pasó a una expresión conflictiva.

Le parecía cómico cómo había pasado los últimos años lejos de aquel moreno, cuando la viva imagen de él parecía estar comenzando una discusión con un pavo real por querer picotearle.

Lo único rescatable eran los ojos, pensó con pesar.

— ¿Cuándo es tu cita en el Ministerio? —preguntó su madre, sonriéndole con cariño y posando su mano sobre la suya en una muestra de apoyo.

— Mañana, a las diez —Draco dramatizó con un suspiro—. Scorpius no ha parado de recordarme que quiere ir conmigo.

— Es natural, querido —musitó Narcissa, asintiendo con lentitud—. Siempre ha estado interesado en saber más sobre Gran Bretaña. Y contigo siendo un papá gallina —Draco gimoteó, y la mujer lo reprendió con la mirada—, es simplemente natural que quiera salir después de pasar los últimos dos días encerrado en la mansión.

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