La fiesta. RYO

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La tormenta azotaba el suelo con la misma furia con la que el dragón cubría de llamas el paisaje, y terminaba con todo aquel ser viviente que se enfrentara a su fuego azulado. Se escuchaban los gritos, y el sonido de la carne quemándose.

Cogí la espada con casi mi último aliento.

Ponla a salvo.

Habíamos perdido... Y la nueva era de las cuatro bestias se erguía sobre nuestro atardecer. Un nuevo orden comenzaba.

Intenté batir mis alas, heridas, quemadas, débiles, sin embargo, me dolían tanto que apenas me levantaban un palmo del suelo. Pero no me importaba. Tenía una misión y, si mis alas no servían, lo harían mis pies. Cargué con el arma y, metiéndome en el fragor de la batalla entre ángeles y digimon; esquivé fuego, relámpagos, empujes, y garras. Finalmente me adentré en el bosque.

-Ponla a salvo -escuché en mi cabeza sin descanso

Y lo haría. Habíamos perdido esa batalla, pero no íbamos a perder la guerra.

-Esperaré paciente su regreso -jadeé-...mi Señor.

Desperté sudando y sobresaltada en mitad de la noche. Intenté calmar mi respiración agitada mientras peinaba con las manos hacia atrás mi cabellera dorada. Eran cerca de las tres de la mañana, todavía se podían intuir en el cielo oscuro añil todas las estrellas. Akiro dormía plácidamente a mi lado. Intenté memorizar en mi retina el aspecto perfecto de su rostro, la simetría de sus pómulos, el color celeste que descansaba detrás de sus párpados. Como algo tan pequeño y aparentemente tan torpe como un humano; albergaba tanta luz, tanta esperanza, y tanto poder dentro de su pecho. ¡Y él ni siquiera lo sabía! Mi señor seguía llamándome... No pensaba fallar. No esta vez.

Estábamos cerca. Por fin.

Salí con discreción y agilidad de la cama. Llegar hasta ese punto había sido fácil. Lento, pero fácil. Su corazón albergaba tanta desesperación y rabia como fuerza. Debía calmarlo, llevarle hasta su punto máximo de inflexión y ahí atacar su alma con la misma avidez con la que nos habían destruido. Sentí la inmediatez del momento y cerré los ojos, de pie, en la oscuridad del pasillo para intentar calmarme. Caminé descalza, despacio, hasta el baño. Nunca había tenido un aspecto tan derrotado. Mis ojos esmeraldas habían perdido su característico brillo de tiempos mejores. No obstante, no me importaba no reconocerme en mi reflejo, me sentía, por primera vez en muchísimo tiempo, viva.

Lentamente, me quité la camiseta del pijama y observé mi piel dorada. Giré lentamente mi cuerpo para apreciar las cicatrices de mi espalda. La misma pesadilla de aquella noche se repetía una y otra vez en mi psique, como un metrónomo temporizando mi derrota; pero esta vez no pensaba dejar que nos derrotaran. Cogí aire y lo solté despacio, inflando y desinflando mi perfecto pecho, observando sus curvas, sus huecos y sus lunares.

-Estás cerca, Ryo... -me dije, convenciéndome a mí misma.

El sol de la mañana que entraba por la pequeña ventanita de la ducha, me sacó de mi embrujo. Coloqué una perfecta curva cóncava en mis labios, -practicando una pose perfecta-. Había que entrecerrar los ojos, pero solo un poco y arrugar la nariz. Eso me daba un maravilloso aspecto inocente.

- ¡A preparar el desayuno!

Bajé las escaleras, animada, creyendo una vez más mi espléndida nueva yo . Intenté hacer una de esas tortitas que comen los humanos las mañanas de domingo, de las que Akiro me había hablado tantas veces que me exasperaba. Le encantaban. A mí, sin embargo, aunque jamás lo dije, me parecían extremadamente dulces. Era como comer azúcar líquido, y notar como caía por mi garganta de forma lenta y viscosa, no terminaba de convencerme. Pensaba que sería algo más fácil de hacer, pero, o la mezcla siempre me salía demasiado liquida, o no ponía suficiente aceite.

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