Takari I.

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(Quince años antes)

El secreto de nuestra nueva situación nos había durado tan poco, que realmente no me dieron tiempo a hacerme a la idea. Aunque ante el asombro y la incomodidad aparente que nos había asaltado a todos con las palabras de felicitación, el pobre Patamon llevaba tres días pidiéndome perdón por haber soltado esa noticia tan alegremente y empezaba incluso a sentir que algo de aquel momento no se estaba viviendo con la felicidad esperada. Kari estuvo ligeramente distante y preocupada el resto del día, como hacia siempre cuando intentaba ordenar sus ideas antes de exponérmelas. Kari era así, necesitaba tiempo para regularse, y cuando había conseguido controlar sus sentimientos, me lo contaba. A veces era un poco exasperante, porque yo veía que algo le estaba hiriendo, pero no era capaz nunca de romper su coraza en esa fase. Habíamos aprendido con el paso de los años, con todo lo que había y estábamos construyendo, que era mejor así. Las pocas veces que Kari no había conseguido detenerse a pensar cuanto del problema era suyo y cuanto era real, había estallado como una bomba nuclear, que dejaba arder todo a su paso.

Esa dualidad de Kari solo la conocíamos unos pocos. Esa luz tan intensa que desprendía a veces cegaba tanto que terminabas chocándote en el camino, pero yo me sentía en ese punto, terriblemente afortunado. Uno, por ser uno de los privilegiados que conocían esa parte suya y seguir queriéndola con todo. Y dos, por haber aprendido a no forzar una situación o charla cuando me estaba pidiendo tiempo. Me había enseñado con el paso de los años, que la paciencia es el arma más fuerte con el que forjar nuestra relación. Pero joder, íbamos a ser padres y apenas habíamos hablado en los siguientes días después de enterarnos; así que mi paciencia, mi calma y mi positividad, duraron hasta donde duraron.

Una noche de verano, una semana después del encuentro en el mundo digital y cuando ya estábamos de nuevo asentados en nuestro apartamento en Paris, decidí hablar con ella. La noche caía silenciosa, ella estaba leyendo en su Tablet tapada con una manta en uno de los extremos del sofá mientras bebía un té matcha. Yo la observaba absorto intentando leer su expresión, sentado en unos de los taburetes de la cocina con mi portátil apoyado en la isla de mármol, al que no le había hecho caso ni había añadido nada nuevo a mi escritura en los últimos veinte minutos. Empecé a pensar que, en el último mes, Kari había ido retirando todos los ambientadores de la casa, pese a su debilidad por el olor a flores; que a ella nunca le había gustado el té, era una amante acérrima del café; y que era pleno agosto y estaba tapada con una manta. ¿Cómo no me había dado cuenta antes?

-Qué estás pensando -me dijo sin mirarme, con la mirada perdida entre las líneas de su novela-. Llevas media hora de reloj sin teclear y mirándome.

Sonreí, cerré el portátil y me senté a su lado. Ella apagó su Tablet y se acomodó bajo las mantas.

-No hemos hablado nada en los últimos días. ¿Qué tal estás? -pregunté nervioso.

-Sí hemos hablado, me lo preguntas todos los días. Estoy bien.

-Todos los días te pregunto si físicamente estás bien, pero hay algo que te preocupa, y si no me lo cuentas ya, creo que va a darme un ataque de nervios.

Kari bajó la mirada, se abrazó las rodillas y empezó a jugar con la manta de hilo granate, enredándola entre sus dedos, intentando buscar una manera tranquila de decirme lo que iba a decirme:

-Sé que esto no ha sido buscado. Sé lo que piensas sobre tener hijos... -Intentó coger aire-. No hemos hablado de si esto es realmente lo que...

-Para -la interrumpí-. ¿Crees que no estoy contento con todo esto? Kari, si estás pensando que puede existir algún universo en el que no me sienta completamente feliz con...

-Takeru -me interrumpió ella-. Sé sincero conmigo. Tú nunca te has visto siendo padre. Aún estás yendo a rehabilitación. La galería va bien, pero estamos a miles de kilómetros de casa...

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