1

30 4 0
                                    

"En verdad nunca me sentía viva, siempre estuve esperando a que alguien me salvara, cuando la única que podía hacerlo era yo misma. Y estaba dispuesta a hacerlo"

Este pensamiento, ahora tan claro en mi mente, me hubiera parecido imposible hace solo unos años. Recuerdo cuando la idea de enfrentarme a mi propio reflejo era aterradora, cuando la máscara que llevaba puesta todos los días se sentía como mi única protección contra el mundo.

Aquella mañana, el frío de noviembre se colaba por las rendijas de la ventana de mi habitación, recordándome que otro día más estaba comenzando, uno más en la interminable cadena de días que se sentían todos iguales. La alarma del despertador sonó como de costumbre, pero en lugar de saltar de la cama como solía hacer, simplemente la apagué y me quedé mirando al techo, inmóvil.

Sabía que estaba llegando tarde al trabajo. Podía imaginarme a mi jefe, el señor Mathias, mirando su reloj y frunciendo el ceño, preguntándose por qué la siempre puntual Astrid no había aparecido todavía. Pero la verdad era que no podía moverme. No era simplemente pereza, era algo más profundo, una falta de energía que me había estado consumiendo poco a poco.

¿Qué me pasa? me pregunté en voz baja. Pero no había nadie para responder. Solo el silencio de mi pequeño apartamento, un silencio que últimamente parecía gritarme todo lo que no quería escuchar.

Finalmente, logré levantarme. Me arrastré hasta el baño y me miré al espejo. Los ojos que me devolvieron la mirada estaban apagados, con profundas ojeras que no lograba cubrir ni con el mejor corrector. Necesitas dormir más, me dije a mí misma, pero sabía que no era solo eso.

El día en el trabajo fue una rutina de acciones automáticas. Saludar a mis compañeros, encender el ordenador, revisar los correos electrónicos… pero mi mente estaba en otra parte. Sentía que estaba al borde de algo, pero no sabía qué era. Como si estuviera a punto de caer en un abismo del que no había salida.

-Astrid, ¿te encuentras bien?
La voz de Amalia, mi compañera de oficina, me sacó de mis pensamientos.

-Sí, solo estoy un poco cansada,
respondí automáticamente, sin siquiera levantar la vista de la pantalla.

-Has estado muy callada últimamente. Si necesitas hablar, ya sabes dónde encontrarme.
Su tono era amable, pero había una preocupación notable en sus ojos. Amalia y yo no éramos íntimas amigas, pero había algo en su mirada que casi me hizo romper en llanto.

-Gracias, Amalia
murmuré, sin darle más espacio a la conversación. Pero por dentro, algo se revolvía.

Esa noche, el insomnio fue mi única compañía. Me acosté temprano, esperando que al menos unas horas más de sueño aliviaran el peso en mi pecho, pero la oscuridad no trajo el descanso que necesitaba. Las horas pasaron, marcadas por el brillo de los números digitales del reloj en la mesita de noche. Las tres. Las cuatro. Las cinco. Finalmente, me levanté de la cama, exhausta y derrotada.

Eran cerca de las seis de la mañana cuando salí a caminar, algo que nunca hacía. El aire frío y cortante era un alivio temporal, pero a medida que caminaba por las calles vacías, esa misma sensación de desesperanza me acompañaba, como una sombra.

Pasé por un parque, donde normalmente habría niños jugando y personas paseando a sus perros, pero a esa hora solo había silencio. Me senté en un banco y dejé que las lágrimas que había estado reteniendo todo el día cayeran libremente. No sabía qué me pasaba. No sabía cómo salir de ese lugar oscuro en el que me encontraba.

-Estás bien?
La voz, suave y preocupada, me sorprendió. Levanté la vista y vi a una mujer mayor parada frente a mí. No la había oído acercarse. Tenía el cabello gris recogido en un moño suelto, y sus ojos, aunque llenos de arrugas, brillaban con una amabilidad notable.

-No lo sé, supongo respondí honestamente, sin saber por qué me sentía tan cómoda siendo sincera con una extraña.

La mujer se sentó a mi lado, sin decir nada al principio. Solo se quedó allí, mirándome, como si esperara a que yo continuara. Finalmente, hablé.

-No sé qué hacer. Siento que estoy perdiendo el control de mi vida. Todo parece tan... vacío

Ella asintió, como si comprendiera perfectamente lo que estaba diciendo.

-A veces, la vida nos lleva por caminos oscuros que no entendemos. Pero incluso en la oscuridad, hay una salida.

-No sé dónde encontrarla
murmuré, mis lágrimas cayendo sin cesar.

-Tal vez necesites ayuda psicológica para encontrarla,
dijo ella suavemente. -
A veces, no podemos hacerlo solos. Y eso está bien

La miré, y por primera vez en mucho tiempo, sentí una chispa de esperanza. Quizás tenía razón. Quizás no estaba sola en esto, y tal vez había una forma de salir, si tan solo tuviera el valor de buscar ayuda.

-Gracias
dije finalmente, sintiendo una calma extraña en su presencia.

La mujer sonrió y asintió, pero cuando me volví para secarme las lágrimas y la miré de nuevo, ya no estaba. Parpadeé, confundida. ¿Había sido real o solo un producto de mi mente agotada?

Caminé de regreso a casa con una sensación extraña, como si hubiera soñado todo. Pero al llegar a mi apartamento, supe lo que tenía que hacer. Tomé el teléfono y busqué en internet un terapeuta. Era un pequeño paso, pero uno que podría marcar la diferencia.

la libertad de ser yoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora