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Mis padres sonríen mientras le cuentan al tal Andrew cerca de mis «impecables notas»

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Mis padres sonríen mientras le cuentan al tal Andrew cerca de mis «impecables notas».

Trato de sonreír, pero creo que luce más como una mueca. Y no logra ocultar para nada mi incomodidad.

—Rhett obtendrá el título al final del año, ¿cierto, cielo? —pregunta mi madre, sonriéndome completamente ilusionada.

Suelto un suspiro que intento disimular.

—Sí —miento. Juro que no hay nada más que quiera en este momento que ser capaz de sonreír genuinamente, pero no puedo—, el año que viene ya estaré liderando la empresa con ustedes.

Mi padre me palmea la espalda, que es prácticamente su manera de demostrar cariño, y vuelve a halagarme con su colega.

—Dejaremos Coleman Motors en las mejores manos —le confirma mi padre, también sonriente.

Entre algunos halagos más, sonrisas forzadas y ganas de huir, finalmente puedo charlar a solas con mis padres.

Este tipo de eventos son comunes para ellos. Al menos una vez por mes, invitan a más de doscientas personas a la empresa, sirven los tragos más caros que existen, se visten de gala y, por supuesto, debo asistir.

Es muy rutinario, de hecho.

Llego, mis padres me abrazan con fuerza, hablan de mí con sus colegas, me arrojan flores por lo increíblemente inteligente que soy, dicen que están orgullosos de su «futuro empresario» y yo me siento un hijo de mierda.

Todos les creen acerca de mí. Todos confían en mí. Todos piensan que el hijo de Madeleine y Alexander Coleman será exactamente igual que ellos, que lo tengo en la sangre. Y no es así.

Jamás ha sido así porque esto no me interesa.

Pero estoy aquí por ellos. Asisto a sus eventos porque, después de todo lo que han hecho por mí y de los increíbles padres que han sido, no puedo darme el lujo de decirles que no.

Mi madre me acaricia la mejilla. Está vistiendo un vestido color dorado, que contrasta perfectamente con el bronceado que obtuvo en El Caribe hace una semana, y su cabello rubio recogido.

—Bueno, yo debo irme... —digo, regalándoles una ligera sonrisa.

—¿Tan pronto? —pregunta mi mamá, haciendo puchero.

Me río sutilmente.

—Aún quedan unas cuantas horas —interviene mi padre, con su mano sobre el hombro de mi traje—, ¿estás seguro de que quieres irte ya?

Asiento. Intento no quitar la sonrisa del rostro para que no crean que algo anda mal.

—Mañana tengo entrenamiento —les hago saber.

Mis padres intercambian una mirada cómplice.

—¿Entrenamiento? —consulta mi mamá, y vuelve a mirarme—. ¿Sigues entrenando toda la semana?

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