cap.LVIII

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Ferran
El día de la final del Mundial contra Argentina llegó más rápido de lo que esperaba. Las horas previas al partido fueron un torbellino de nervios, emociones y preparación. Sabía que este partido no solo era importante para mí y para mis compañeros, sino también para toda España. Y, por supuesto, para mi pequeña aficionada número uno, Francesca.

Desde que se levantó esa mañana, ella estaba llena de energía. Parecía que no podía quedarse quieta ni un segundo, saltando de un lado a otro del hotel, animando con todas sus fuerzas, y tratando de imitar mis movimientos en el campo.

—¡Hoy es el gran día, papá! ¡Hoy vas a ganar y marcar más goles! —decía, con una convicción que hacía que mis propios nervios se calmaran un poco.

Victoria y yo nos miramos y sonreímos, con Alda medio dormida en sus brazos, ajena a la locura que su hermana mayor estaba desatando.

—Cálmate un poco, princesa —le dije, agachándome para darle un abrazo—. Hoy va a ser un partido difícil, pero daremos lo mejor de nosotros. ¿Tú estarás animándome desde la grada, verdad?

Francesca me miró como si hubiera dicho algo absurdo.

—¡Por supuesto, papá! ¡Te voy a animar muy fuerte! —respondió, con esos ojos brillantes llenos de determinación.

Cuando llegó la hora de salir hacia el estadio, Francesca no podía contener su emoción. Se puso su camiseta con mi número con un orgullo que casi me hizo llorar. Alda, aunque aún no comprendía todo lo que estaba pasando, seguía el ejemplo de su hermana, observando con curiosidad mientras la preparábamos para el gran evento.

El estadio estaba repleto, y la atmósfera era electrizante. Sabía que millones de personas en todo el mundo estaban viendo este partido, pero en ese momento, lo único que me importaba era que Victoria y las niñas estuvieran allí, apoyándome.

Cuando salté al campo, escuché los gritos de los aficionados, pero lo que más sobresalía era la voz aguda de Francesca entre la multitud.

—¡Vamos, papá! ¡Tú puedes! —gritaba con toda su alma, saltando en su asiento.

El partido comenzó, y tal como había predicho, fue intenso desde el primer minuto. Argentina era un rival formidable, y ambos equipos luchaban por cada centímetro de césped. La presión era inmensa, y cada vez que tocaba el balón, sentía el peso de las expectativas de todo un país sobre mis hombros.

Sin embargo, cada vez que miraba hacia las gradas y veía a Francesca animando con tanto fervor, encontraba una fuerza extra. Ella estaba “que se salía”, como decía Victoria. Movía sus bracitos con tanta energía que parecía estar jugando el partido conmigo.

El tiempo pasaba y el marcador seguía empatado. Llegamos a los minutos finales, y ambos equipos estábamos agotados. Sabía que cualquier error, cualquier oportunidad podría decidir el partido.

En un momento de desesperación, Argentina cometió un fallo en la defensa, y el balón llegó a mis pies. Todo se detuvo por un segundo. Sabía que esta era la oportunidad, el momento que podría cambiarlo todo.

Disparé con todas mis fuerzas, con toda la precisión que pude reunir. El estadio quedó en silencio mientras el balón volaba por el aire. Y entonces, el sonido del balón golpeando la red rompió el silencio.

El estadio estalló en gritos, y yo caí de rodillas, incapaz de procesar lo que acababa de suceder. Había marcado el gol que ponía a España por delante en la final del Mundial.

Mientras mis compañeros me rodeaban, abrazándome y celebrando, mis ojos buscaron automáticamente a Francesca en las gradas. La vi saltando y gritando, tan emocionada que parecía que iba a despegar del suelo.

—¡Papá lo hizo! ¡Papá es el mejor! —gritaba, mientras Victoria intentaba contenerla sin mucho éxito.

Me levanté, sintiendo una mezcla de alivio, felicidad y agotamiento. Sabía que aún quedaban unos minutos por jugar, pero en ese momento, todo lo que importaba era que había cumplido con lo que Francesca había estado esperando todo el día.

Los últimos minutos fueron un infierno, pero cuando el árbitro finalmente pitó el final del partido, supe que lo habíamos logrado. España era campeona del mundo, y ese gol sería recordado para siempre.

Después de las celebraciones en el campo, corrí hacia las gradas donde estaban Victoria y las niñas. Francesca me recibió con un abrazo tan fuerte que casi me tiró al suelo.

—¡Sabía que podías hacerlo, papá! ¡Sabía que ibas a marcar y ganar! —me dijo, con lágrimas de alegría en los ojos.

Alda, aunque un poco abrumada por el ruido y la emoción, también se abrazó a mí, mientras Victoria nos miraba con una sonrisa llena de orgullo.

—Lo hiciste, Ferran. Lo hiciste por ellas, por todos —me susurró, dándome un beso.

—No lo hubiera logrado sin vosotras —respondí, aún sin poder creer lo que acababa de suceder.

Mientras abrazaba a mis hijas y a Victoria, todo el cansancio y la presión del partido se desvanecieron. En ese momento, en medio de la celebración más grande de mi carrera, supe que lo más importante de mi vida estaba justo allí, en mis brazos. Y aunque Francesca estaba “que se salía” todo el partido, era yo quien me sentía el hombre más afortunado del mundo.

𝑁𝑢𝑒𝑠𝑡𝑟𝑎 𝐻𝑖𝑠𝑡𝑜𝑟𝑖𝑎  ~ Ferran Torres y Victoria de AngelisDonde viven las historias. Descúbrelo ahora