II. Recorrido por la casa

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La mañana me recibió con un silencio inquietante, roto solo por el leve susurro del viento que se filtraba por las ventanas. Abrí los ojos lentamente, mi cuerpo sintiéndose pesado y ajeno, como si no me perteneciera del todo. La habitación estaba bañada en una luz suave y dorada que se colaba a través de las cortinas, proyectando sombras alargadas sobre las paredes.

Por un momento, permanecí en la cama, contemplando el techo, tratando de ordenar mis pensamientos. Era como si estuviera atrapado entre dos mundos: uno que me pertenecía y otro que me era completamente extraño.

Con un suspiro, decidí levantarme. Sentí una punzada en la cabeza, un recordatorio constante de la confusión que me atormentaba. Lentamente, moví las piernas y dejé que mis pies tocaran el suelo frío. El contacto me despertó un poco más, recordándome la realidad en la que estaba atrapado. La alfombra bajo mis pies era suave, pero el suelo de madera más allá tenía una frialdad que parecía calar hasta los huesos.

Me apoyé en la mesita de noche para levantarme por completo, sintiendo cómo el mareo se instalaba momentáneamente en mi cabeza. Una parte de mí quería quedarse en la cama, esconderse de todo lo que me rodeaba, pero sabía que debía seguir adelante, incluso si cada paso que daba se sentía como una batalla interna.

Al ponerme de pie, mi mirada se dirigió automáticamente hacia el pequeño frasco de pastillas que estaba sobre la cómoda, su presencia tan inevitable como el sol que brillaba fuera. Recordé las instrucciones del doctor con claridad, su voz firme y profesional resonando en mi mente: "Tómelas cada mañana, sin falta. Ayudarán con los dolores de cabeza y la confusión. Es importante que no se salte ninguna dosis."

Caminé hacia la cómoda, cada paso pesado y deliberado. La habitación estaba decorada con un gusto sencillo, pero elegante. Había fotos enmarcadas en las paredes, imágenes que evitaba mirar por temor a la frustración de no recordar, y pequeños objetos dispuestos cuidadosamente sobre las superficies. Pero mi atención estaba fija en el frasco de pastillas, como si fuera el único ancla que me conectaba a una rutina, a algo que podía controlar.

Al llegar a la cómoda, tomé el frasco en mis manos. El plástico era liso y frío al tacto, y el sonido de las pastillas chocando entre sí cuando lo sacudí ligeramente era un recordatorio de la fragilidad de mi situación. Desenrosqué la tapa con un movimiento lento, sintiendo la resistencia del sellado de seguridad antes de que finalmente cediera.

Miré las pequeñas píldoras blancas en el interior, cada una de ellas una promesa de claridad, de alivio, aunque también eran un símbolo de mi dependencia, de mi incapacidad para manejar mi propia mente sin ayuda externa. Aun así, sabía que no tenía otra opción. El mareo constante y la niebla mental eran un enemigo implacable que debía combatir de alguna manera.

Vertí una pastilla en la palma de mi mano, observándola por un segundo más antes de llevarla a mis labios. El sabor amargo me invadió brevemente cuando la coloqué en mi lengua, y sin pensarlo dos veces, tomé el vaso de agua que estaba junto al frasco, bebiendo un gran trago para tragar la pastilla. Sentí cómo descendía por mi garganta, el agua fría siguiendo su camino, refrescándome y, de alguna manera, despertándome un poco más.

Dejé el vaso sobre la cómoda, cerré el frasco y lo volví a colocar en su lugar. El peso de la rutina era reconfortante, pero al mismo tiempo, la frialdad del suelo bajo mis pies y el vacío en mi mente me recordaban que todo lo que hacía era un esfuerzo por mantenerme a flote en medio de la incertidumbre.

Me quedé ahí de pie por un momento, dejando que la sensación de haber completado una tarea básica se asentara en mí. Sabía que las pastillas eran necesarias, pero también sabía que no podían devolverme lo que había perdido. Era solo una forma de seguir adelante, de intentar recuperar una vida que no recordaba y de enfrentar cada día con un poco más de claridad, aunque la confusión seguía acechando en cada rincón de mi mente.

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